viernes, 17 de octubre de 2014

Clavos




Las cosas más importantes de la vida de uno ocurren en los momentos más inesperados e imprevistos. Te vas de vacaciones a Ibiza, esperando conocer a una sueca de personalidad poderosa y bien abierta al mundo, y vuelves a casa acompañado de un caniche que alguien abandonó en una gasolinera, sabiendo que no te hará la misma compañía, pero que al menos ya no estás solo. Luego viene un tiempo de visitas al veterinario, vacunas y placas de identificación, paseos a deshoras para que el animalito haga sus necesidades, aunque en el fondo ignoras quién saca de casa a quién. Llegas a querer a tu perro hasta confundirlo casi con una persona, defendiendo incluso que te entiende cuando hablas y que solo te falta mandarle al banco para que te lleve las cuentas. Una pena que el bicho envejezca tan deprisa, que ya se sabe que un año humano equivale a siete caninos, y de repente se enferma, se muere y te vuelves a quedar otra vez solo, con la añoranza de la sueca, a la que solo ves por internet en páginas poco recomendables, y de tu perro, del que te queda su ladrido grabado en varios vídeos domésticos.
Y aunque no falta quien te refranee, y te diga que un clavo saca otro clavo y que lo que tienes que hacer es comprarte otro chucho para que llene ese hueco dolorido de tu alma humana, lo cierto es que estás seguro de que no quieres pasar por el mismo calvario de vacunas, comidas para animales domésticos y absurdos paseos para que luego el bichillo, tan egoísta, se muera antes que tú y te vuelva a dejar solo, con tu karma metido en una espiral cíclica y sin salida. Tú todavía quieres a la sueca, sus formas rotundas, su pelo rubio, en tanga, pero no has tenido la suerte de encontrar ninguna abandonada en ninguna gasolinera aún. Ni perros, ni suecas, te dices como convenciéndote, ya basta de sufrir por lo que no puede ser aunque sea posible, que la verdad es que aún podría ser si este mundo fuera de otro modo y tú mejor.
Decides dedicarte a la solidaridad, al bien común y a la justicia universal. Te apuntas a una ONG por internet en la que te piden de vez en cuando algunas firmas, una cierta cantidad de dinero y ayudas promocionales entre tus amigos, pero no resulta bastante para sentirte lo suficientemente comprometido con el mundo, pues todo pasa desde tu casa, sentado en tu sillón, mirando el ordenador como un idiota, y sin la compañía de nadie que te ladre o te diga jag älskar dig. Un chasco de organización no gubernamental que no sirve en el fondo ni para ayudarte a ti a sentirte un poco más feliz.
Así que te sumerges en internet a la busca de otro plan más afín a tus propósitos de la nueva era y la regeneración mundial y, tras muchos descartes por evidentes recelos hacia echadoras de cartas, lectores del aura e intérpretes de las líneas de las manos, das con el grupo adecuado, el que parece pensado para ti como un guante fabricado de encargo, con el que te vas a dedicar a mejorar el orbe y, de paso, también tu mundo. No importa que parezca un poco friki.
La primera actuación de Salvemos a los Enanitos de Jardín la hacéis, a iniciativa tuya, en Estocolmo capital, en un barrio residencial de las afueras, en una urbanización de chalecitos bajos, a comienzos de agosto. Lo más difícil es superar la dificultad de la estación, pues se hace de noche a las once y media y amanece, poco más o menos, solo dos horas después. La primera noche os lleváis la no despreciable cifra de ciento ochenta y un enanitos, que al día siguiente tiráis a prisa y corriendo en un fiordo. En las noches restantes de estas vacaciones solidarias, te vas a retrasar a conciencia en la noche nórdica para tener la fortuna de que te sorprenda una sueca con las manos en sus figuritas, para dar con tu nórdica, aquella a la que no le va a importar dejar su hogar para siempre y se fugará contigo a España. Un clavo saca otro clavo y, si no te mueves, estás muerto como un enanito de escayola…

jueves, 18 de septiembre de 2014

Septiembre



El último día del curso escolar llega con su cosecha de asignaturas rotas. Donde uno esperaba conseguir un cinco misericordioso, se encuentra un suspenso con todas sus letras mayúsculas. Y donde se esperaba el suspenso, surge de improviso el recuerdo a la miserable familia del profesor de turno, el homenaje a todos sus muertos y el sentido laudo a la madre que lo pariera. Ha sido un final de trimestre, excepto por las notas, glorioso: de fiesta en fiesta, todo tan lleno de eventos, partidos del siglo, timbas de strip póker y gin tonics a deshoras, que apenas si recuerdo de qué estoy matriculado y en qué universidad. Es lo mejor que tiene la vida de la facultad: dispones de un tiempo que es solo para ti y que puedes perder sin ningún tipo de culpabilidad, al fin y al cabo siempre queda septiembre como para otros en ocasiones perdura París.
Con cinco suspensos de cinco asignaturas lo más importante es no perder la esperanza, me autoconvenzo en dos minutos. Lo fundamental ahora es organizarme un buen plan de trabajo para los meses de julio y agosto: tres o cuatro horas de estudio a primera hora de la mañana, que es cuando se está más fresquito; un chapuzón en la piscina a media mañana para hacerme unos cuarenta largos que ya se sabe que mens sana in corpore sano; una buena siesta de tres horas para recargar las pilas cuando el calor aprieta de lo lindo y solo los locos salen a las calles; y de vuelta al estudio al atardecer, para aprovechar las mejores horas del día, las más productivas, las que me permitirán aprobar en septiembre. Tan contento estoy de haber organizado tan bien el estudio en tiempos de estío, que me largo el día dos de julio de juerga a sanfermines y me pierdo por la calle Estafeta de Pamplona hasta el día 13. Y ya que estoy tan al norte, a ver quién es el tonto que no se acerca a la playa de Gros a disfrutar del sol del Cantábrico. He tenido la precaución de llevarme unos libros para ir repasando algo, al menos en los trenes, pero estoy por Las Landas francesas cuando descubro que por error me he llevado los libros de preparación al parto de mi hermana…
El regreso a casa, además de inesperado, es bastante tragicómico. Solo descubre uno que la alta velocidad no es tal cuando tiene una urgencia como la mía y, sea porque sí o porque quién sabe, acabo tardando tres días completos en llegar desde la costa francesa hasta mi domicilio, donde me esperan mis libros a que me los meriende en el mes y cuarto que tengo hasta el uno de septiembre. Durante dos días consigo mantener mi ritmo de trabajo y hasta ordenar los apuntes de una de las materias, pero la felicidad dura poco en casa del pobre, porque se me presenta toda la peña para celebrar mi santo cumpleaños, que quién lo diría parece que me lo han puesto ahí para jorobarme justo ahora que había comenzado a adelantar un poco. La celebración me cuesta algún eurillo de más y me deja con agosto lanzado a la carrera, un fuerte dolor de cabeza producto de unas resacas de cervezas con limón natural y la sensación de que es ya o nunca el momento en que debo hacerme con las riendas de mi destino. Consigo sacar con mucho esfuerzo tres días de estudio a tope y hasta duermo bien, sin remordimientos.
Pero empiezan las fiestas del pueblo de mis abuelos y me llama mi vecina de toda la vida para que me sume a los encierros, los bailes agarraos de las verbenas y las borracheras con la cuadrilla. Trato de resistirme una, dos, tres veces, pero a la cuarta me digo que solo se es joven una vez, y me largo al pueblo, donde las fiestas de la virgen de agosto se me suben a la cabeza y me mantienen en todo lo alto hasta finales de mes, en que parece que se me ve haciendo balconing en algún lugar no definido de Ibiza.
Por los pelos llego a Madrid el día en que empiezan los exámenes y, sin ducharme ni nada, que por no llevar no traigo ni bolígrafo, me presento al primero de los exámenes, que no sé ni cuál es. Lo cierto es que no me sale del todo mal, teniendo en cuenta que la pregunta me sonaba de algo lejano, como repasado levemente y por casualidad en julio. Y así, con la energía que dan las cosas que empiezan bien, me dispongo a coronar septiembre por todo lo alto, a ver si de esta puta vez termino la carrera y me pongo a trabajar aquí o en el extranjero, que lo mismo me da que me da lo mismo.

viernes, 22 de agosto de 2014

Pájaros de tres y media a cuatro



En febrero el sol comienza a calentar levemente y llega a mi balcón con cierta timidez. No dura mucho, apenas un cuarto de hora al principio; poco a poco, sin embargo, va extendiendo sus alas sobre mis dominios y yo aprovecho los treinta minutos de paz para salir un rato a dejarme acariciar por sus rayos benéficos. Claro que salgo embadurnada con un factor de protección bestial para que no me deje marcas en la cara ni en las manos. Pero es un placer en cualquier caso. En el campanario de enfrente, el de la iglesia de Santa María, hay varias cigüeñas en sus nidos, cigüeñas que no abandonan ya la ciudad en el invierno, y yo las veo esmerarse en la reconstrucción de sus nidos, trayendo ramitas y palos y ensartándolos con habilidad entre los palitroques resecos de la estación anterior. Mis ojos también se pierden siguiendo a los inquietos gorriones, viendo cómo se pelean por los restos de patatas fritas y cacahuetes que quedan debajo de las mesas de los veladores una vez que se han marchado los comensales del restaurante de abajo. Y un poco más lejos, entre los setos del parque, a estas horas desierto, veo cómo un mirlo de negro pelaje y pico naranja busca insectos en la tierra tibia. De tres y media a cuatro, mis ojos se pierden en los cielos azules del mes de febrero y se ennovian de los pájaros que vuelan libres del campanario a la orilla del río, de la terraza de la plaza al parque para niños, dibujando unas líneas que parecen los pasos de un ballet aéreo.
Porque a las cuatro en punto tengo que salir de casa e ir a buscar a Cristina a la escuela, llevarla luego al parque para que juegue con sus amigas del colegio y vigilarla bien, no vaya a tener una desgracia y la pague cara; luego debo darle la merienda a las cinco y media en punto, y regresar a casa a las seis y media como muy tarde, antes de la llamada puntual para preguntarnos cómo nos ha ido la salida, a quién hemos visto y qué hemos hecho. Todo milimétrico, como esa coreografía de los pájaros, pero en el suelo, como si fuéramos reptiles. Y siempre teniendo mucho cuidado de no vacilar en la respuesta, de no aportar matices nuevos, de no sugerir alegría alguna, no sea que luego le pregunte también a la niña y acabemos las dos llorando.
Y porque a las tres y media en punto, cuando Cristina ya está en el colegio y él a punto de entrar en su trabajo, desde donde no puede llamar afortunadamente hasta la hora de la salida, me telefonea para preguntar si ya estoy en casa, inquiere qué estoy haciendo y me recuerda lo que me falta para hacer, pasándome esa lista inacabable de obligaciones que tanto me pesan. “No te olvides de plancharme el traje para mañana y no pierdas el tiempo con tonterías, que tú eres muy fantástica”, me dice. Y yo que sí, que descuide, que como siempre. Pero en cuanto cuelga el teléfono porque son las tres y media, yo me digo que fuera hace sol, que no le debo ninguna explicación a nadie, y cambio la plancha y la lista por unos minutos al sol de febrero, envidiando a los pájaros que vuelan libres por el cielo de mi ciudad, ese que yo no puedo tocar nunca con mis dedos, por más que me ponga de puntillas sigilosamente y trate de dejar muy abajo el suelo.
El protector solar me lo compré a escondidas para evitar una desgracia, porque hace tan solo unos días, una vez que había salido a deshoras a la terraza, me notó un poco de color en la cara y se pensó que había estado en la calle ganduleando, tal vez tomando café con alguien y hablando de más, y me arrinconó en la cocina, vociferando y aturdiéndome con acusaciones terribles, mientras Cristina lloraba en su cuarto y yo no entendía lo que me decía, pero sí lo que me quería decir. Y yo ni muerta le iba a decir la verdad, que si se enteraba de que había estado en el balcón de tres y media a cuatro haría como aquella vez que, de recién casada, llamé a mi madre entre semana para contarle lo mal que me sentía y luego me dio una paliza, me cortó el teléfono y me prohibió hablar con ella si él no estaba presente. Y como ya había aprendido aquella amarga lección bien, no le confesé la verdad, porque no quería perder mi derecho al balcón y a ver mis pájaros, y me mordí la lengua para no hablar y él se creyó no sé qué cosa y me agarró por el cuello, me dijo que estaba loca y me empujó contra el fregadero, hasta que me derrumbé todo lo larga que soy y perdí la conciencia de mi dolor y de mi angustia, hasta la conciencia de mi hija perdí. Luego se me quedó dentro como un dolor sordo, una agonía que parecía un huevo y que tuve que incubar como una enfermedad sombría y negra, hasta que, a la vez que me desaparecían los arañazos del cuello y los moratones de la cadera, me quedó dentro como una paz triste que desde entonces convive conmigo.
En silencio, engañándolo, he continuado saliendo al balcón a disfrutar de mi media hora de luz y descanso, sin testigos que puedan alterar esta calma plácida que tengo de tres y media a cuatro, si no son estos pájaros que vuelan libres y que estoy aprendiendo a amar. Me gusta que ellos sí estén alegres y que se atrevan a cantar a todos los vientos esa alegría que es como contagiosa y que a mí tanto bien me hace, porque en los pájaros veo que solo existe un límite para ellos y que en su caso solo lo ponen las alas. La pena es que yo no las tengo, que el pequeño pajarillo que nació del huevo de la agonía apenas si se atreve todavía a asomar el pico fuera del nido. Pero yo sé que, si febrero se convierte en marzo, y el invierno en la primavera, y yo sigo haciendo mis prácticas de vuelo en este balcón que mira al sur, tarde o temprano voy a salir volando hacia el cielo azul que me espera allá arriba, tan lejos del suelo donde los golpes duelen y dejan marcas indelebles, y voy a ir al colegio a recoger a Cristina con mi pico y nos vamos a ir las dos surcando los espacios a un reino de alas y caricias, adonde él no llegue con sus manos y sus sucias palabras, esas que pesan tanto y te entierran en vida.
De tres y media a cuatro, viendo las cigüeñas, viendo a los mirlos y a los gorriones, allá en lo alto, he aprendido a tener sueños de altura, a confiar en mis torpes alas y a aspirar a una vida mejor para mi hija y para mí, dejando la tierra para los reptiles; tan solo unos días más al sol, unos pocos ejercicios más al calor para fortalecer las alas y, al fin, la libertad, no solo de tres y media a cuatro de la tarde, sino para siempre.

(Este cuento obtuvo el primer premio en el II Certamen de Relato Corto contra la Violencia de Género del Centro de la Mujer de Tomelloso 2013)

domingo, 20 de julio de 2014

Guardias




   Me siento al ordenador para tratar de escribir unas líneas con sentido en esta noche de vela y espanto. Con la ventana abierta y las luces apagadas, excepto por esta lamparilla que me permite ver el teclado, y apenas atento a los ruidos que llegan desde la calle –coches que derrapan, jóvenes cantando y riendo en medio de un botellón, putas que ligan clientes en la esquina-, me pregunto para qué sirve un escritor en medio de esta oscuridad, qué puedo escribir que justifique mi vida o la de los demás.
    No me da miedo el papel en blanco. Al contrario, lo que temo no es lo que puedo fijar por escrito en esta pantalla, lanzar al mundo de las redes sociales o publicar en mi blog personal, sino las terribles injusticias que ni de lejos pueden atrapar las palabras, pues son muchos los ángulos, los matices, los dobleces, que se quedan siempre fuera de plano, olvidados. Mientras escribo, la policía multa a un señor de mediana edad que ofrece unos euros a la sudamericana de la farola, persigue con saña a los cuatro menores borrachos que huyen con sus bolsas de plástico, en las que tintinean las botellas de whisky DYC, sorteando apenas los coches que toman la ciudad por una autovía sin limitación de velocidad.
    Me siento cansado, sudoroso, medio muerto... Indignado también. Si no fuera escritor, me echaría a la calle a perturbar más aún el desorden establecido, alimentando con mi sangre a las bestias de la noche, dejando por las calles un rastro rojo y mugriento que diera señal exacta de mi peripecia vital, de mi oscura derrota. Pero, me guste o no, yo estoy aquí para dar voz a los miserables, a los marginados, a los perdedores, a los que percibo noche a noche desde esta atalaya en ese juego de espejos en el que ellos no se ven: los que hoy son policías, mañana serán alcohólicos; los que hoy corren sin límite ni medida, mañana serán paralíticos y verán la vida pasar desde sus sillas eléctricas; los que hoy compran sexo, mañana parecerán padres de familia respetables y maridos cariñosos… Quizás por mi profesión es por lo que estoy tan resentido con el mundo, pues yo soy hoy lo mismo que seré mañana: un cazador frustrado de palabras imposibles, sin futuro alguno, ni vida personal propia o impropia. Un cero a la izquierda.
    Abandono por un momento mi vigilancia nocturna para irme al mueble-bar y servirme un Glenfiddich con hielo. Miro por la ventana, enciendo un cigarrillo cuyas ascuas iluminan por un momento la noche antes de volverse humo, y hago tintinear los hielos en el vaso, poniendo una música absurda en esta guardia inmemorial de escritor comprometido. Lástima que las musas no tengan hoy su noche libre, ni desciendan a comerme la oreja, ni otra cosa, con sus dulces susurros de amor fou, con lo solo y necesitado que estoy de su inspiración vikinga o ptolemaica. Por lo pronto me tengo que conformar con el oro líquido que vierto por mi garganta con ansia antes de volver de nuevo a mi pantalla en blanco, mi abstracción, mi indignación. Bueno, antes de sentarme de nuevo, y para no oír el ruido de fondo de la noche, que me desconcierta y embarga, me sirvo dos platillos de anarcardos y gominolas, cuyos chasquidos en mi boca evitan la fea sensación de estar tratando toda la noche con borrachos, prostitutas, locos y malvados. Relleno de whisky el vaso, varias veces. Juego con sus hielos de nuevo. Si yo fuera un escritor de verdad, de los de éxito, me dejaría comprar por un mecenas poderoso que me cediera su torre de marfil, pulida y brillante, en la que escribiría los más bellos poemas de amor, las más deslumbrantes novelas de sexo y lujo, lejos de todos estos ruidos que me perturban el ánima. Pero, como solo soy un escritor de medianoche en este barrio marginal de la periferia más deprimida, solitario y torpe, lo único real a lo que puedo aspirar es a coger una buena moña, indignada y brutal, antes de caer rendido frente a esta pantalla ante la que me encontrará la asistenta a primera hora del amanecer.

domingo, 15 de junio de 2014

Español




La gente se está volviendo loca, definitivamente loca. Debe de ser uno de los efectos de la domesticación colectiva, que hay un día aciago en que se pierde el sentido de la realidad y uno sale a la calle con una olla en la cabeza y el móvil en la mano, intercambiando whatsapps con sus grupos como quien mira el mundo por un agujerito y cree que ha visto el cosmos. Por el agujerito, claro, apenas si se ve más allá de los partidos del siglo, la envidia de la mujer del jefe o las playas paradisiacas para las vacaciones, asuntos todos tan importantes al parecer, que a la gran mayoría no la saques del fútbol, el tiempo meteorológico o los colores de la temporada de moda, que pensar, lo que se dice pensar, eso lo hacen cuatro listeras desde los medios de comunicación y lanzan las consignas colectivas como si fueran la propaganda catódica del Big Brother de Orwell. Los demás, con olla en la cabeza, o la cabeza en la olla, nos repetimos como el eco en nuestras apasionantes relaciones sociales de cada día.
Entro en el supermercado a comprar unas cerezas porque, según dicen ahora en todos los foros, son estupendas por sus carótenos para combatir los signos visibles o invisibles del envejecimiento. Voy a pagarlas a un precio tal, de tan elevado, que hará que mis escasos euros no se oxiden en mis bolsillos, cuando oigo a la cajera quejarse a una clienta del robo del árbitro de la final de la Champions, que si el Atlético de Madrid, que si el Real Madrid, y la madre que los parió a todos; me acuerdo de todos sus muertos, que no me explico que una empleada que apenas cobra setecientos euros de porquería por un trabajo de más de ocho horas al día y festivos disponibles por parte de la empresa se crea en la obligación de defender a unos sinvergüenzas que cobran lo que no está declarado y encima sean sus héroes nacionales. Como si lo difícil no fuera sobrevivir en estos tiempos sin dignidad; que si el dios bíblico mandara a Lot a buscar cinco hombres justos por el orbe, no encontraría uno ni en los cementerios del siglo XVIII. Me ajusto la olla bien al cráneo y salgo del supermercado convencido de que no me han entendido tampoco en esta ocasión.
Dos horas después me voy al centro a manifestarme en una marea de humanidad comprometida. Al menos, aquí, estaré entre los disidentes de la publicidad institucional y no tendré que pelearme con nadie por las primas abusivas de los jugadores de la selección, que está claro que, de representar a alguien, se representan muy bien a sí mismos, que a mí desde luego no, nada, nunca. Pero no salgo de mi asombro: mis compañeros de ola, además de consignas compartidas contra la privatización de la sanidad pública, comienzan a discutir entre ellos de los independentistas catalanes, que Cataluña es España, y España es nuestra, nuestra, nuestra. Y como es así, nosotros decidimos y decidimos que se queden con nosotros, que es lo que tiene que ser. Y ahora, los comentarios son contra la monarquía, que un rey abdica, otro se corona y todo cambia para que no cambie nada. Y aquí sí, todos piensan que España es nuestra, como Cataluña, y que solo los españoles debemos decidir si España es una, monárquica o republicana, además de mojigata, paleta y tópica, al modo televisivo de las casi siempre denostadas películas nacionales.
Como no entiendo, ni de lejos, que los mismos que piden elegir por referéndum un sistema político nieguen que otros puedan votar del mismo modo el destino de su patria chica, qué difícil es esto de la democracia y de los derechos de los demás, y que, todavía más, no se den cuenta de que son siempre otros los que deciden por qué se privatiza, a quién se corona y en qué país se pagan los impuestos, me salgo de la marea, mareado. Me aferro a la olla para no caerme al suelo, no sea que me pisotee la turba del whatsapp mientras jalea un gol pseudohistórico, qué grande es esta tierra desde el mundial de Suráfrica, con el emotivo sonsonete de que yo soy español, español, español…

lunes, 28 de abril de 2014

Doña Rogelia




   Hoy tengo una preocupación que no me deja vivir. Verán, ser madre, o padre, de un hijo adolescente no es nada fácil. Cuando son niños son muy cariñosos, confían en uno, te abrazan espontáneamente y parece que no te los vas a quitar de encima ni con medidas legales: si los dejas un sábado por la noche al cuidado de un canguro, te hacen sentir como un delincuente que abandona a sus hijos en el desierto; te vas con la intención de desconectar por una vez de tanto moco y tanta gaita infantil, para luego pasarte la velada completa pensando en su llanto desconsolado, con la ocasión arruinada por el remordimiento. Y, aunque te digas mil veces que el berrinche se le habrá pasado a los dos minutos de la partida y que ya estará soñando con los angelitos, no puedes dejar de pensar en lo desvalido que está tu bebé y lo mal que te estás portando con él. Eso lo aprenden pronto, lo explotan, lo perfeccionan, y ya para siempre saben cómo hacerte sentir culpable aunque no hayas abierto la boca, levantado la mano o cerrado la cartera. Has caído en sus redes, que nacen enseñados por un don maléfico parece.
   Cuando llegan a la adolescencia, hay una cosa que les posee entre estirón y estirón, pelos y protuberancias: las llaman hormonas y sirven para justificarlo todo. Si tu hijo te maltrata, eso es por las hormonas. Si te ignora, te grita, se avergüenza de ti en público, se ríe de tu ropa o duda de tu inteligencia, todo es por culpa de las hormonas de las narices. Y luego están los cambios de humor, los cambios de amigos, la falta de higiene, que algunos no se cambian ni de ropa, el descubrimiento de las redes sociales y el desprecio de los suyos, que parecen abducidos por el espíritu de Graham Bell en versión móvil. Es el momento, famoso en todo el globo terráqueo, en el que los padres clamamos por un manual de instrucciones que al menos indique cómo se desconecta el engendro, a sabiendas de que mientras coma como una lima el morlaco no parará de aumentar de talla y masa corporal.
   Mi hijo mayor está en algún momento de ese desatino, ya les adelanté antes que hoy tengo una preocupación terrible y es por su culpa. Al comienzo de curso escolar, el primer día de clase, cuando volvió a casa y estaba comiendo lo único que le puedes poner, las malditas patatas fritas con filete, se me ocurrió preguntarle si le habían gustado los profesores, quién me mandará a mí. La de Sociales le había caído fatal y encima era su tutora, con la pinta de amargada que tenía. El de Matemáticas le parecía salido de un psiquiátrico y la de Lengua, bueno, a esta no le encontró nada humano en cinco minutos. Feo el de Música, con tics de ponerte nervioso el de Educación Física, y antinatural por su tamaño y su vocabulario la de Ciencias Naturales. Que solo le había caído bien, mire usted por dónde, la de Inglés. Y empezó a relatar una lista tan grande de virtudes que pensé que por una vez no le iba a quedar al angelito la lengua de William Shakespeare para septiembre.  
   Pero en menos de tres meses hemos pasado de la idealidad al fundido en negro: si antes le parecía estupendo que fuera ingeniera aeronáutica y que se hubiera sacado las oposiciones de la lengua de la Gran Bretaña, ahora la critica porque tiene el acento de un mecánico de la aviación rusa borracho en un bar de Dublín; cuando la admiraba antes por su sentido del humor, ahora la odia porque le ridiculizó un día delante de sus compañeros por no saber decir la expresión caer en picado en el idioma de los hermanos Wright; si antes se la hubiera comido por los pies porque hasta estaba buena, ahora le ha llamado en clase vieja, cegata, ceporra, marimandona, egipcia y beata. Me ha telefoneado hace media hora muy indignada y me ha pedido que la vaya a ver mañana por la mañana a las nueve en punto, o´clock me ha dicho, que me tiene que narrar sí sé qué cosas. Pero yo no voy a ir a ver a esta doña Rogelia de la enseñanza, que ya estoy muy mayor para disgustos así: si no tiene paciencia para jóvenes como el mío, mejor que se dedique a otra cosa menos difícil. Solo me faltaba cargar con mi hijo y tener que cargar también con ella. Acabáramos.
  

domingo, 6 de abril de 2014

La primavera




   Nada más triste que el comienzo de la primavera. Ya ha pasado otro año y en el espejo, lejos de verte mejor, te das cuenta de que poco a poco te pareces cada vez más a tu padre, o a tu madre, con lo que tú los has odiado, y ahora te ves condenado a recordarlos día sí y día también en los gestos del afeitado, en el modo en que suplicas que te rasquen la espalda o en el angioma que te crece poderoso en el brazo izquierdo y que tiene además la virtud de ponerte mitad cabreado, mitad melancólico.
    Otra primavera más para reconocer que no solo no eres mejor que ellos, sino que posiblemente has sido una pérdida de tiempo para la evolución, que contigo la especie no ha dado un paso al frente. Y, aún más, que tenían mucha razón cuando te decían que ya comprobarías por tu propia experiencia que el tiempo vuela pasados los cuarenta, que nadie ata los perros con longaniza y que el ser humano es el único imbécil que tropieza dos veces en la misma piedra. No es que no hayas cumplido ni una sola de las grandes resoluciones del último uno de enero, como siempre; es que, además, aún temes como posible que Rajoy se presente a las próximas elecciones y, sin cumplir su primer programa electoral, las vuelva a ganar con mayoría absoluta.
    La realidad es, por cierto, mucho más cruel. Ya no se trata de valorar el fracaso de los últimos meses o de los últimos años: con la llegada de la primavera toca enfrentarse a la evidencia de que el mundo con el que soñaste en la adolescencia, sin duda con el candor de los ilusos, no solo no existe, sino que es posible que nunca más puedas volver a creer en él; es cierto que en otros tiempos, cada vez más lejanos, estuviste a punto de tocar ese cielo con las manos, pero fue tal vez un espejismo, un barrunto pasajero, porque de aquel cielo azul y refulgente se precipitó un diluvio como castigo divino contra la soberbia para barrer el optimismo, la libertad, la fe en la vida, el progreso y la alegría de fin de mes. Polvo eres y en polvo te convertirán, pobre romántico que buscabas en la tarde de primavera el trébol de cuatro hojas y la paz de espíritu. Eres la pobre sombra de una generación que salió brevemente de los tiempos de la dictadura nacional católica para caer en las garras feroces del neoliberalismo poco después.
    Te dirán que has tenido suerte. Tus padres, tus abuelos, sufrieron la guerra, el hambre, la opresión… Pero tú has tenido la fortuna de vivir siempre en tiempos de paz, con el estómago lleno y la conciencia limpia; has podido estudiar, leer, expresarte libremente, viajar… Sería un consuelo si no fuera porque, cuando uno mira a su alrededor, ve otra vez los jinetes del hambre, de la opresión y del miedo. Hay mucho miedo, un terror paralizante y oscuro, porque sabemos que mandan los de siempre y tienen la sartén por el mango, porque legislan para sus intereses y no para los de la mayoría, y de seguir así las cosas comprendemos que acabarán por quitarnos el agua, la luz y hasta el oxígeno.
    Así las cosas, esta primavera tiene un aura fantasmal, un cierto olor acre a la España triste del estraperlo, un aroma sucio a cárceles por crímenes de opinión, un enfadoso regusto a condenas de muerte por la defensa de valores solidarios, un eco atroz de purgas inclementes contra maestros republicanos, un salobre sabor a mujeres oprimidas, niños sometidos y ancianos olvidados. Esta primavera se parece mucho a aquel insomnio de Dámaso Alonso de 1944: España es hoy un país de casi cincuenta millones de muertos. No podría soportarla, si no fuera porque hay todavía en mí un poco de mis mayores, de mi padre, de mi madre, de mis abuelos, y a veces toca a rebato contra la comodidad diaria y me pide con fuerza que saque mis puños a la calle.

lunes, 10 de marzo de 2014

Tiempo libre




   Quizá una de las cosas que peor lleve con el paso de los años sean las obligaciones: tener que ir al médico para las revisiones de rutina, visitar regularmente al peluquero para que no se apoderen de mí las greñas, mantener un contacto regular con amigos y familiares de tal modo que nadie se sienta ofendido ni por exceso ni por defecto, trabajar lo justo, dormir lo justo, comer lo justo y sonreír lo justo. Da igual que con cada nuevo año anote en la primera página de la agenda que no voy a sobrecargarla nuevamente de actos, porque mi optimismo es tan grande, tan vasto, que no tardo en tener demasiados compromisos y poco tiempo para atenderlos. Eso es así siempre, como que hay gobierno. Y todavía se puede complicar aún más la cosa, porque en la agenda nunca dejo sitio, ni de lejos, para un imprevisto: basta que un familiar tenga un accidente doméstico, por pequeño que sea, y que necesite mi ayuda, para que toda mi organización casera, laboral y social se vaya al carajo. Y la vida está llena de situaciones estupendas, raras y sorprendentes, vaya que sí.
   Así las cosas, en la agenda me dejé libre el tercer sábado de un mes invernal, sin nada que hacer, nada que atender, tiempo libre para mí, para no preocuparme por nada ni por nadie. A la familia la mandé al pueblo con mi madre. La noche anterior me acosté pronto y, por un día, no programé el despertador para que me sacara del sueño en el mejor momento. Me dije que dormiría hasta que me diera la real gana y, para evitar intromisiones ajenas que no serían bienvenidas, apagué el móvil y desconecté de la red el teléfono fijo. Cerré bien las puertas, me puse en los oídos unos tapones de goma amarilla que me servirían de contención ante el mundo y su eterna vigilia, y me tiré a roncar como un animal hasta que dios quisiera. Bueno, pues si estaba usted esperando en este punto que no lo consiguiera, sepa que su esperanza ha sido vana, como las verduras de las eras, pues dormí como un bendito, como un lirón, como una marmota, como un sanluís, como un desmemoriado. Me lo dormí todo todo yo.
  Me desperté a una hora que yo diría que eran las once y media o las doce, porque lo cierto es que había recogido todos los relojes y no tenía la menor intención de encender la radio para que no parase de decirme la hora que era y el tiempo que hacía, que yo sabía que el tiempo bueno bueno no iba a ser, que ya hace meses que el tiempo es malo o por exceso de calor, o por exceso de frío, o por exceso de viento, de nieve, de granizo, de humedad o de ciclogénesis explosiva de los cojones; vamos que no necesitaba poner la radio para saber que el tiempo era chungo y que, como era fin de semana, tocaba otra vez fútbol. No tenía ninguna intención de interesarme por el estado del pubis del delantero del equipo del líder, ni por el golpe en el glúteo del argentino de moda, ni por los gestos obscenos que un pelotari portugués le había hecho a un árbitro cuando le señaló una falta con el pito. No me pensaba estresar con el panorama de sábado de fútbol y tiempo inestable que el gobierno, que lo hay, había organizado a todo plan para que me pasara el sábado de los bemoles tirado en el sofá y bebiendo cerveza de un tonel de cinco litros y discutiendo con la parienta porque no voy a la compra, no hago la colada, no soy un cocinitas, no plancho camisas ni limpio el polvo. Si no echamos ni un polvo, para qué demonios voy a quitar nada de nada.
  De repente me di cuenta de que tenía todo el sábado para mí y de que no sabía qué hacer con él. Me sentí raro, como si no fuera yo, y empecé a agobiarme como un idiota porque sin nada que hacer, sin obligaciones, se ponía en duda hasta mi propia identidad: tuve que mirar la agenda para saber quién era y qué compromisos tenía para el domingo. Afortunadamente, no volvería a tener esa crisis. Me tomé un somnífero de caballo y me fui a la cama de nuevo. No he vuelto a dejarme ningún tiempo libre desde entonces y estoy estupendamente, no piensen.

martes, 25 de febrero de 2014

"Luces y sombras" en Madrid




El próximo día 3 de marzo  a las 20.00 horas presentaremos el número 29 de la revista navarra de artes y letras  “Luces y Sombras”, editada por la Fundación María del Villar Berruezo de Tafalla.


Contaremos con la asistencia de los escritores Dña. Elena Muñoz y D. Alfredo Piquer así como de la ilustradora, doña Cristina Ruiz Baña, además del codirector de la revista Jesús Jiménez Reinaldo.



El acto tendrá lugar en el salón de actos de la Fundación Lázaro Galdiano (C/Serrano 122) a las 20:00 h. del próximo lunes 3 de marzo.



Y como la fecha coincide con el tercer peldaño de la escalera sanferminera al finalizar la presentación literaria, la Asociación Cultural Navarra nos invita a trasladarnos con ellos al bar “Comporta” (c/ Serrano 120) para brindar por San Fermín y calentar motores para el 7 de julio.



Os esperamos a todos los que queráis participar tanto en la presentación de la revista como a los que os queráis añadir a los vinos/cañas…


Y no olvidéis el pañuelico.


Un abrazo y Viva San Fermín.