Uno no debería volver nunca a los sitios en que ha sido muy feliz: en primer lugar porque es difícil regresar con las mismas ilusiones, que para eso la vida te va enseñando en primera persona que nada dura para siempre; y en segundo lugar, porque acabarás, seguro, por echar de menos a alguien que en su momento estuvo a tu lado y ya no puede acompañarte en el viaje. Por si fuera poco, queda la tercera razón, que es la más poderosa y la más amarga: es posible que lo peor de tal regreso sea que tú ya no seas el mismo y no te encuentres en absoluto en aquel que fuiste, como quien se mira al espejo y no se reconoce ya ni en el fogonazo de los ojos, ni en la sonrisa irónica de la cara.
Así las cosas, solo a mí se me ocurre volver a pasar unos días de
vacaciones a la vieja Lisboa. Echaba de menos el reflejo del sol en el Tajo al
atardecer desde el castillo de San Jorge, el bullicio multicultural de la plaza
del Rossio, las traveseiras del desayuno en la cafetería Versailles, los
trayectos en tranvía desde la plaza da Figueira y los viejos cafés donde se
detiene el tiempo mientras fuera cae la lluvia de forma monótona. Pero la
ciudad se mueve tan lentamente, de modo tan pausado, que más que una urbe
actual parece una vieja postal de puertos sepias y tardes interminables. Una
gota que cae desde el borde de un alféizar se demora más de un minuto en caer,
mientras mi mente, a la contra, crea un millón de conexiones neuronales y
asocia la gota a mis veinte años, a mi primer amor, a una tarde en que una
súbita tormenta nos llevó a refugiarnos al ascensor de Santa Justa y luego en
el hotel tuvimos que secarnos la ropa en el cuarto de baño y envolvernos
nosotros en las mantas y toallas que habíamos comprado para regalo.
Mirando por la cristalera del viejo café de Pessoa, me da la impresión
de que se parece más la estatua del poeta al creador de los heterónimos de lo
que me parezco yo a quien una vez viniera desconociendo el portugués, sus
calles y la saudade de sus viejos fados, para encontrarse sin previo aviso con
una ciudad atlántica, conmovedora y risueña. Hoy, sin embargo, Lisboa vive como
yo inmersa en una crisis total: ¿dónde quedó aquel espíritu europeísta que
animaba el corazón de sus gentes? ¿Dónde la confianza en el progreso económico
y social del país? ¿En qué momento se cerraron las puertas del paraíso para
estas gentes abiertas al mar desde el poniente de Europa? Si alguna vez tuvimos
ilusiones, si alguna vez las compartimos con el corazón latiendo al unísono,
lejos de aquellos tiempos de costas viradas, nada queda de aquel viejo ritmo
que nos impulsaba a los dos a creer en el mañana.
Haber regresado a Lisboa para desconocerme me resulta cuando menos una
experiencia cruel, pues ya no queda ni un solo resto de aquel espíritu
emprendedor en esta ciudad de gentes hambrientas, tristes y desilusionadas; en
mi propio corazón, como diría el poeta, no cantan los pájaros de hogaño. Hay
una tristeza tan pesada en las calles y plazas, que cualquier extraño pensaría que
siempre fue así el ritmo del Bairro Alto, de la Avenida da Liberdade, pero yo
sé que hubo, hace no mucho, otro tiempo lleno de vida y de esperanza que vive
en mi recuerdo mientras llueve tristemente sobre la ciudad blanca.
Mis ojos se quedan colgando de esa capa gris que tornasola los balcones,
las casas, las aceras, y mi olfato de ese olor salino que traen los barcos y se
desprende desde los tendones metálicos del puente 25 de abril; siento frío y
trato de aliviarme con el regusto caliente del café con leche, queriendo entrar
otra vez en calor, muchos años después de aquella súbita tormenta: pero no hay
manera. Yo quería volver a donde una vez fui feliz, pero para mi desgracia ya
no puedo creer en esta vieja Europa que devora a sus hijos con el fuego de las
primas de riesgo y los desahucios vergonzantes. Se trataba de volver, como en
la película de Almodóvar, pero lo cierto es que en el fondo, aquí y ahora, solo
se puede devolver.