A Jaime Sebastián
El niño, de la mano de su abuelo, se acomoda en el asiento de delante y
se dedica a mirar a dos hombres negros, perdón, ya sé que debería decir de
color, o afroamericanos, o algo semejante, pero lo cierto es que el niño los
mira porque son negros, le parecen raros y es lo más interesante que ve después
de todo una interminable mañana en el cole. Bueno, es lo más interesante que ve
después del moco que acaba de sacarse y que está a punto de comerse cuando su
abuelo le atiza un manotazo y el séptimo pasajero sale disparado al cristal de
salida de emergencia, un moco listo pienso automáticamente, pero luego soy
consciente de la idiotez que se me ha pasado por la cabeza y me siento infeliz
por un segundo, un segundo fugaz, porque el niño, perdido el moco y el interés
por las minorías étnicas, me está mirando a mí, con la misma curiosidad
indecente de la que ya ha hecho gala antes. No soy de los que confraternizan
con los mocosos, porque sé por experiencia propia lo pesados que se ponen si
les das confianza, que lo mismo te vomitan encima que te impregnan de un
asqueroso e inconfundible eau de la merde,
pero tampoco he desarrollado la imprescindible virtud de la total indiferencia
y el imberbe lo nota, lo aprovecha y me echa un pulso verbal:
-Pero, pero, a ver cómo lo digo, había uno en la luna, muy blanco, y
bajaba, bajaba hasta la tierra, de golpe, zas, y era muy feo y daba un susto, y
con sus manos tiraba rayos desde las nubes, zas, zas.
Me mira preocupado, como esperando una opinión certera sobre su
interesante disertación acerca de la fealdad del mundo, pero, antes de que
pueda decirle dos frescas y aterrorizarle más, por muy pocos segundos de
antelación, tercia su querido abuelito y le cuenta a una búlgara muy receptiva
que el chico duerme mal porque vio hace unas lunas una película de ataque
alienígena y destrucción de la tierra, y ahora no para de mirar al cielo y
hablar de fantasmas.
-Es que es muy influenciable el angelito. Cuántas veces te he dicho que
los fantasmas no existen y que solo son inventos de la televisión… Y tú dale
que dale con tus fantasías y tus miedos. Así que tranquilito, que no va a pasar
nada.
El niño no parece muy convencido. De hecho vuelve a mirar al cielo, fija
su atención en una nube y da signos de una gran desconfianza hacia los
habitantes del espacio exterior. Me mira otra vez y vuelve a retarme con sus
argucias verbales:
-Pe, pero, en el cielo hay nubes, y los fantasmas estaban escondidos
detrás, y luego salían con sus naves y lanzaban rayos, zas, y uno era feísimo,
muy raro, y quemaba las casas de la gente con fuegos y tiros, zas zas.
Llegado a este punto, el niño se queda callado y mirándome con atención,
como si yo tuviera que entender su obsesión televisiva y psicoanalizarle a tan
tierna edad, pero lo cierto es que no quiero entender nada de lo que me cuenta,
y me parece una víctima más, fuera de horario, de la guerra de los mundos de
Wells. Podría tranquilizarlo, pero no me da la gana, que la verdad verdadera de
este asunto es que a esta influenciable criatura le han dejado ver la tele
cuando no debía hacerlo y su trauma se lo debe a sus padres y cuidadores, no al
sistema en sí, que si le dejan ver, por ejemplo, las noticias de economía y
llega a salir De Guindos a lo mejor ya no tendría remedio de por vida, y no
digo nada si se llega a topar con la Cospedal, un shock tóxico le hubiera
diezmado las neuronas dejándole una capacidad mental del diez por ciento, así
que pienso que ha tenido suerte y no está tan mal para la desgracia que pudiera
haber sido. Vocalizando bien, para que me entienda a la primera, le digo
bajito, como si fuera un secreto, que hay más fantasmas fuera de la tele que
dentro, y para demostrárselo le saco la lengua y, zas, desaparezco.