lunes, 29 de julio de 2013

Trenes





Retumban los cimientos del teatro, acallan
las voces de la casa, tiemblan las notas de ángeles
y victorias. A su paso, se humillan los fresnos
y saludan como peonzas musicales los cipreses
de líneas rectas. Cortan la noche con silbidos
metálicos, nacidos de la venganza. Ignoro
su origen, del mismo modo incoherente en que desconozco
mi destino. A veces van, y tu fragancia de ciudad
grande me recibe; a veces, me reclaman un universo
limpio y tiempo para besos. Son de mi carne.
En un tiempo seco pacté con ellos una costumbre
sin palabras, que sellé por carta. Saldo ahora
las deudas recientes y me dejo dormir a tu lado
en el asiento de turista. Pero no me beses.
No me apadrines la luna que esta noche me sobran
los pétalos de agua, los lotos de los trenes efímeros
que pasan y desvelan. Así que duerme, tu mano en mi cintura,
plácidamente. Viajemos lejos, juntos,
                  siempre.

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 Este poema pertenece a "Es de altanería" y está incluido en mi libro "Los útiles del alquimista" publicado por la Fundacion María del Villar Berruezo en el año 2010.

martes, 16 de julio de 2013

Instantánea (1)



Se sienta en la silla, estirándose la falda
para que no se vean sus rodillas de colegio
de monjas, y como no sabe de qué va
la conversación del día -como siempre-
sonríe beatíficamente a la concurrencia.
La adornan los collares que heredó
de una tía y lleva el pelo corto porque, dice,
en su pasado algún día fue un poco feminista.
Ahora ya sabe que se habla del atentado
del momento, y entona un miserere desde el púlpito
del bar: no entiende esto y no entiende aquello,
pero cree que debe de haber alguna solución.
Se bebe el café y muerde la tostada.
A mí me gustaría que se mordiera la lengua,
y pagaría incluso porque se la mordieran.
Tampoco me importaría, por si es usted escrupuloso,
que fuese a oscuras.

miércoles, 3 de julio de 2013

El respeto



  


   El otro día iba yo al médico y tuve que coger un autobús para no llegar tarde a la cita, que, si no, prefiero con mucho ir tranquilamente andando, que quien mueve las piernas, como decía el anuncio, mueve el corazón. El caso es que no hago más que subir y me doy cuenta de que va atestado hasta los topes y sin aire acondicionado. Todos sudando la gota gorda, que ya son ganas de sufrir con lo bien que se está paseando por la calle. Una joven, de pelo rizado y gafas de espejo, se levanta y muy amablemente me cede su sitio; dudo ante su sonrisa, tan franca, tan feliz, pero ni yo me siento tan viejo como para no poder tener un hijo todavía, ni he llegado hasta mi longeva y sana edad aceptando que me traten como a un anciano. Que si voy al médico es para una simple revisión, aún no me estoy muriendo. Gracias, le digo, pero mejor se sienta usted, que estará cansada de trabajar y a mí me deja la tarea de esforzarme para no anquilosarme antes de tiempo. Al fin y al cabo casi no tengo otra cosa que hacer…
   No me imaginaba yo que la verdad sería tan mal recibida. La joven, que hasta entonces parecía un ángel bajado de las alturas, pierde su sonrisa, aprieta los puños y me espeta un “lo que usted quiera, tío soberbio” antes de volver a su asiento. Su acompañante, una joven de parecida edad y hasta entonces absorta en su móvil, levanta la vista, me mira mal y me hace un corte de mangas, que ríete de su título de la ESO. Dos señoras de mediana edad, se compadecen de la primera y comienzan a criticarme abiertamente entre ellas, sin que les importe que el resto del autobús y yo mismo las escuche perorar lo que casi es una arenga militar:
   -¿Has visto que falta de respeto? Se levanta la chica educadamente para que se siente ese viejo, y le hace ese feo tan espantoso. ¡Qué se habrá creído el mamarracho! Luego van diciendo por ahí que si los jóvenes no tienen educación y que si en sus tiempos se respetaba a los mayores, pero los primeros que no tienen vergüenza son estos carcamales engreídos.
   Me empieza a hervir la sangre, no solo por el calor que hace en el autobús de las narices, cuando la segunda le da una réplica digna de una actriz de reparto:
   -Sí, este es de los que se creen que tienen derecho a mirarte las piernas con lujuria y decirte una obscenidad cuando le da la gana.
   Todo el autobús me mira en ese momento con repugnancia, como si fuera un delincuente pillado con las manos en la masa y al que la multitud tiene derecho a linchar por el artículo treinta y tres, así de despiadadas son sus pupilas. Hasta los que iban oyendo música electrónica a todo trapo con sus auriculares se han enterado ya a estas alturas de mi carácter de enemigo público número uno. Me parece tan absurdo que por un momento pienso si no querrán acabar conmigo para ahorrarle mi pensión al gobierno de Rajoy, si no será que nos han declarado a los jubilados sanos y con pensión especie altamente nociva para las arcas del estado.
   Llegados a este punto de tensión y con un malestar rabioso en las tripas, que yo he trabajado desde bien niño y he cotizado como el que más para tener derecho ahora a coger el autobús y ver a mi médico, decido plantarles cara como dios me da a entender:
     -Disculpen ustedes si les he molestado, nada más lejos de mi intención. No he aceptado sentarme porque no me ha dado la gana, que no me siento tan mayor ni estoy tan cansado como para tener que aceptar su compasión. Al contrario, me encuentro tan bien de salud y tan pletórico de fuerzas, que prefiero viajar de pie hasta mi parada, que ya es la próxima. Pueden seguir ustedes con los pies encima de los asientos, la mirada fija en sus móviles y moviendo los pulgares como monas de feria, o absortos en su música hipnótica para descerebrados, que yo prometo no molestarles más con mi presencia. Y, por cierto, no necesito ayuda ninguna para bajar.
   Oigo ciertos gruñidos a mi espalda cuando doy un saltito y desciendo airosamente hasta el suelo. Está visto que ni de mayor te dejan de apretar con los estereotipos.