sábado, 25 de mayo de 2013

¡Qué risa!




   No crean que carezco de sentido del humor porque habitualmente me vean tan taciturno. Si por casualidad se han imaginado que tengo una vida aburrida solo por mi aspecto externo, es posible que se hayan equivocado de medio a medio; no sería la primera vez que el vulgo le pone una etiqueta al primero que pasa, que si gafe, que si tonto del culo, que si patizambo, y luego no hay dios que le quite el sambenito al ingenuo caminante que tuvo la desgracia de suscitar el interés de sus aburridos congéneres. Y ya que me preguntan y me parecen tan viles sus propósitos como sus jetas, me permitiré decirles, si lo soportan, de qué me río yo y cuándo.
   La mayoría de los chistes que cuentan ustedes en sus reuniones me parecen atroces: se juntan unos cuantos cebados como cutos alrededor de una mesa llena de mucha grasa y vino tinto y a la que salta ya están narrando chistes de pepinos, almejas y tetillas de monjas, tronchándose de risa y mirándose maliciosamente a ver quién es el lerdo que no pilla el doble sentido de la palabra chorizo. No destacan ustedes precisamente por el ingenio. Sus víctimas predilectas, entre muchas otras, son las putas, los maricones y los extranjeros, pues nada hay más admirable para el pueblo llano que el sexo marital y nacionalista con la debida bendición de la santa apostólica. Luego ya se encargan ustedes de poner los cuernos y el culo con el primer emigrante al que pueden tiranizar, pero lo hacen a escondidas, ocultando hipócritamente sus defectos y vicios bajo una capa de mierda tan espesa que ni la malicia de los chistes le levanta la primera cubierta. Perdonen pues que no me ría con ustedes. No estoy de humor.
   Me pasa lo mismo con los cómicos de la televisión o de los monólogos teatrales. También son vomitivos. Lo mismo me da que los protagonistas de los mismos sean Eva la del visillo, la vieja H, Santiago Torrente o el niño de la flauta del pan, con sus risas enlatadas y su prepotencia segura de gustar, porque todos me parecen sacados de un casting de frikies, por decirlo finamente en inglés. Tiren por la política, el famoseo o la represión sexual, sustentan en ustedes y en sus desgastados sofás el tópico de la feliz mediocridad con tapizado verde y manchas de baba, y les sumen en la sutil paradoja de la pobre niña rica, a ustedes precisamente que ya no son jóvenes y no tienen ni derecho al subsidio del paro, pero que tampoco quieren ya corceles, banquetes ni palafreneros. Me río yo de lo caro que sale, en estas condiciones, ser pobre y tener buen conformar. Es más divertido salir a la calle con cócteles molotov, o incluso  hacer botellón en la plaza del pueblo, que aguantar el ingenio de los genios del humor de la caja tonta y sus empresas patrocinadoras, todo tan políticamente correcto.
   Durante un tiempo me hizo reír a carcajadas el gobierno en pleno y  sobre todo su presidente; de este último aguardaba con verdadera impaciencia sus escasas comparecencias públicas para desternillarme de su lengua de frenillo al pronunciar “esperanza” o “marca España”, tanto como en su momento me sucedió con la vocecita del generalísimo o la célebre frase de la reina y yo. Pero ha pasado el tiempo del optimismo y ya ni siquiera escucho las noticias, pues la política se ha convertido en un aburrido memorándum de crisis económicas, timadores profesionales y disciplina alemana aplicada por el último de la clase.
   Así que les seré sincero y les diré de qué me río yo a solas en mi casa, cuando nadie me ve en mi mismísima mismidad: me cachondeo de que haya gente que espere otra vez con ilusión y esta vez en el paro que la sede olímpica del año 2020 sea Madrid, como si el negocio fuera suyo y no de los de siempre; me parto con todos los que cantan yo soy español, español, español, con ese chauvinismo naif que tienen los desfavorecidos de la fortuna mientras pasan hambre o les desahucian de su casa; me meo con las discusiones de tirios y troyanos sobre el entrenador del Barça o del Real Madrid mientras los técnicos del balompié evaden sus capitales a paraísos fiscales. Claro que, ustedes no tienen por qué saberlo, pero yo me parto por dentro sobre todo porque tengo 50 años, me jubilé a los 43 como diputado del congreso, no pego ni sello y vivo hasta mejor que el rey.

miércoles, 1 de mayo de 2013

Sin rencores







   Yo creo que nací bueno. E iletrado. Me acuerdo de que, cuando los curas de sotana raída predicaban de pequeño en aquellas misas lectivas de primer viernes de mes, me daba pena que la humanidad no hiciese caso al dios de los israelitas, sobre todo teniendo en cuenta lo claras que eran su palabra y sus peticiones; pero como sus elegidos se ponían a buscar y no encontraban siquiera diez hombres justos en todo su reino, pues al todopoderoso le daba un subidón de mala leche y culminaba su demostración de testosterona asolando la tierra y semi exterminando a la raza humana. ¡Cuánta gente mala y sorda había en el mundo! ¡Qué horror la ponzoña que se escondía en sus torcidos corazones! Con lo poco que costaba ser sumiso, obediente y pacífico… En media hora se terminaba la misa y otra vez podíamos volver a empujarnos en el patio, darnos patadas y divertirnos de lo lindo.
   Cuando estábamos a punto de terminar la educación primaria, en el último año de colegio, la dirección de nuestro centro educativo nos premió los ocho años de enseñanza obligatoria con un regalo de última hora: unos ejercicios espirituales de siete días en horario escolar y gratis para todos. Las mañanas las pasábamos escuchando historias que ríete tú ahora de los zombies: la pasión y martirio de María Goretti; las siete agonías de Cristo en la cruz para el perdón de nuestros pecados; el verdadero suceso del adúltero que enfermó de sífilis y perdió su miembro viril; los efectos de la lepra y otras enfermedades vergonzantes sobre los cuerpos jóvenes de los malvados; los pecados en forma de rana o de reptil que se alojaban en lo más profundo de nuestro organismo y que solo podían ser vencidos mediante una confesión sincera y contrita; misterios del tamaño del río Jordán en forma de alegoría pastoril con sus cabras, pastores y lobos, sus ovejitas perdidas y felizmente recuperadas, y la sangre inocente y muy roja en la zamarra del malo. Volvíamos a comer a casa con la cabeza llena de imágenes del apocalipsis y nos extrañaba que nuestras madres nos pusieran en el plato unas simples judías verdes con patatas en vez de las asaduras de belcebú. La vida cotidiana no tenía ningún morbo. No obstante, aquellos ejercicios acabaron por hacernos empíricos y racionalistas: como nos habían sembrado tantas dudas sobre el templo de nuestro cuerpo y la salud de nuestras almas, quedamos una tarde en el trastero del primero de la clase para medirnos los pitos con una cinta métrica. No sé los demás, pero desde aquel día yo aposté por la ciencia experimental y nunca más he vuelto a creer en dios, la iglesia o el papa de Roma.
   Puede que sea ateo desde el colegio, pero ya les he hablado antes de mi buen corazón: ha pasado el tiempo y puedo prometer y prometo que no les guardo ningún rencor a quienes me trataron de educar en el amor del dios de Abraham, pues hasta ahí podíamos llegar. Es más, yo creo que mi imaginación se ensanchó con aquellas parábolas del nuevo testamento más que con las novelas de Salgari: la literatura religiosa estaba llena de crímenes nefandos, sangres impuras, grandes rameras de Babilonia y sucios onanistas que ni en broma se hubieran asomado por las páginas de Verne o de Defoe. Tras haber paladeado profundamente la sangre derramada de los inocentes y la venganza de su terrible dios, y casi sin saberlo, ya estaba suficientemente preparado para ver naves oscuras más allá de Orión, bucear en la mente esquinada de los asesinos en serie o matar a mi padre como el fan más fan del griego Edipo. Mío era el mundo, no solo el real, sino también el imaginario, que muchas veces es más placentero que la vida misma.
   Bueno, pensándolo bien y sopesando mis pensamientos perturbadores y mis escasos momentos de generosidad hacia el prójimo, puede que a lo mejor no sea tan bueno como dije al principio, pero la culpa es sin duda de toda la literatura que me obligaron a tragarme en la infancia, que yo había nacido para un mundo menos falso. Y ahora les dejo, que me está esperando en la mesilla de noche el capítulo cuarto de “American psycho”, libro que dicho sea de paso merecería ser considerado la nueva biblia americana.