miércoles, 27 de febrero de 2013

En la nebulosa





   No sé muy bien cómo pasó, lo cierto es que tengo una nebulosa al respecto en mi cabeza, una nebulosa de largos brazos y colores delirantes que me hace naufragar en aquellos tiempos de entonces; me podría inventar por completo mis cuarenta años anteriores y seguramente no lo notaría nadie, y el primero yo, que para eso soy el afectado máximo. Me dice el psiquiatra, pobre, que en casos como el mío el paciente huye de un pasado traumático, de un revés doloroso que le ha afectado hasta lo más profundo de las meninges y que, en ocasiones, tal vez mi caso, nunca se sepa con certeza el origen del problema: que si un desamor, que si la pérdida de un ser querido, o la extrema lucidez que lleva a la total desconfianza en el ser humano, todo eso, o quizás algo más inconfesable y secreto, puede llevar a una depresión sin fondo y a una negación absoluta del ego. Y yo qué sé le digo, si no me acuerdo de nada de nada.

   Mi primer recuerdo después del desconocido hecho traumante es el de haberme conectado a internet y haber aceptado la invitación de una desconocida a una aplicación de Facebook con un nombre estrafalario en inglés que ni siquiera podía traducir, pero que llevaba un dibujo tan gracioso, pero tan gracioso, que no me pude resistir. Detrás de aquella florecilla amarilla y sus dos hojitas verdes latía un mundo misterioso que no tardó en convertirse en un paraíso; si al principio mi terreno estaba yermo y desolado, poco a poco fui comprando semillas, plantitas, abonos y utensilios de labranza, hasta una noria y un burro, óigalo bien, para sacar el agua del pozo, hasta que conseguí tener un campo feraz y generoso en el que crecían las zanahorias, las coles de Bruselas, el panizo y unos melocotones que parecían melones. Si es cierto que me pasaba el día entero atendiendo mi hacienda, también lo es que en solo un año conseguí una cosecha espectacular y que pude adquirir nuevas tierras, plantaciones de frutas exóticas y abonos súper-especializados.
   Me disponía a organizar con lógica cartesiana mis nuevas propiedades cuando tuve un revés muy serio: entró la policía en mi casa con una orden judicial para saber por qué los vecinos no me habían visto en meses y de mi casa salía un olor asqueroso. Me cogieron entre todos, llamaron a una ambulancia y me internaron en un hospital, donde, según dicen, pudieron comprobar que era humano y que lo mío no tenía remedio. Me pasaba las noches suplicando que me dejaran un ordenador para atender un poco mis guanábanas y mis lichis, no se me fuera a perder la cosecha entera y algún aprovechado se quedara por medios dudosos lo que tanto sudor me había costado alcanzar. Pero todo era en vano: en vez de dejarme una conexión a la red, me daban pastillas de colores y me hacían dormir por la fuerza.
   El día del alta médica fue para mí un verdadero suplicio; no sabía quién era, no sabía dónde estaba mi casa y no le preocupaba a nadie, pero fue encontrar un cibercafé y llegó el acabose: algún listo había suplantado mi cuenta de Facebook y se había apropiado de todo lo mío aprovechándose de mi estancia en el hospital, de modo que perdí en un solo instante la granja, las tierras, el derecho de aguas y el remanente que guardaba para una emergencia en los establos nuevos, que ni un caballo pude llegar a meter en él con semejante expolio. Fue en vano que tratara de recuperar mi nombre y mi contraseña, pues yo ya no era adamfortrees13 y no me funcionaba la clave de antes. Convencido de que nunca nada volvería a ser igual, decidí tomarme una dosis letal de aquellas pastillas que servían para dormir y, buscando las instrucciones para no errar el intento, encontré en la red una aplicación de química para aficionados: desde entonces ya he montado un laboratorio, un par de hornos, una alacena con llave para los productos tóxicos y ya tengo encargada la extracción de toda una mina para dedicarme a producir oro de forma industrial. Mi vida nebulosa, por fin, vuelve a tener sentido.

domingo, 3 de febrero de 2013

Vida social



   Lo primero que hago cuando salgo del trabajo es irme corriendo a casa. Nada de quedarme a tomar unas cañitas con los compañeros del trabajo. Nada de perder el tiempo en un restaurante del centro con un menú de diez euros y las risitas tontas de la secretaria del jefe. Está uno como para desaprovechar su tiempo de ocio, ese por el que no cobra pero que es el más importante de la vida propia, máxime cuando se ha cumplido una cierta edad y el único sueño verdaderamente importante que resta es el de la jubilación con su promesa de días libres y ausencia de horarios.
   Llego al hogar y a toda prisa me quito mi disfraz de pobre asalariado por cuenta ajena; recuperadas las prendas de estar por casa, el traje colgando en la percha hasta la próxima jornada de esclavitud, me convierto en el rey de mi cocina y me preparo una comida sabrosa, digna de un alto mandatario. La paladeo despacio, gozosamente, sabiendo que a nadie le debo rendir cuentas de la media hora de masticación lenta y mente en blanco que le dedico como contrapeso a las prisas de la mañana, que todo es para ahora mismo y ya llega tarde según las normas de la empresa.
   De mis dominios personales está excluido el reloj. Solo tengo dos y su uso está restringido al máximo. El de casa es un despertador y lo guardo en un cajón durante el día; por la noche, lo pongo en la mesilla y lo programo para que me despierte a las cinco de la mañana en punto, tras lo cual lo devuelvo a su sitio hasta la próxima ocasión. El de muñeca me acompaña tan solo a las obligaciones laborales; el resto del tiempo lo pasa guardado en un estuche, que es la mejor manera de que no me alcance su tiranía también en casa.
   Llegado a este punto, tengo que explicarles qué hago con mi tiempo libre: después de comer opulentamente y de recoger los cacharros de la cocina, con los relojes durmiendo el sueño de los justos en sus respectivos habitáculos y con la secretaria del jefe lanzando agudas risitas en algún restorán del casco viejo, me quedo solo, felizmente solo, y no hago nada de nada. De más estaría que les hiciera una lista de mis actividades, porque, según me consta a mí que soy el mayor interesado, no hay nada que enumerar. Como si fuera un Antonio Machado contemplativo y apático, me dedico a mirar el cielo desde un sofá y veo pasar la tarde con sus crepúsculos morados y su sonido de fuente, la intención puesta en la estupidez de las formas de las nubes y el ulular del viento contra las veletas. De vez en cuando me cambio de postura para que no se me entumezca el cuerpo, que una vez me dio un lumbago y tardé más de veinticuatro horas en poder levantarme y alcanzar el teléfono para llamar al Summa, una situación ridícula que ahora trato de evitar teniendo al alcance de mi mano derecha el móvil.
   En estas tardes de contemplación y ocio. el dichoso teléfono se ha convertido en mi peor enemigo: se empeña en darme una hora que no necesito en absoluto y de vez en cuando cacarea con una música insufrible. En vano es que lo ponga en modo de silencio, porque se ilumina la pantalla de repente y se pone a vibrar como un afectado por fiebres tropicales. Si opto por guardarlo debajo de un libro o de un calcetín, siempre se las apaña para reaparecer, captar mi atención y fastidiarme el rato, que siempre hay una señorita del Carrefour dispuesta a colocarme una tarjeta de crédito, un dependiente de El Corte Inglés interesado en fraccionar el pago de mi deuda en varios cómodos plazos con apenas intereses, o un comercial de Movistar vivamente interesado en que cambie las condiciones de mi contrato a una nueva oferta súper especial para clientes como yo, que mira por dónde ni gasto tanto ni tengo cuánto. A todos los mando a freír espárragos, incluso al móvil de marras.
   Finalmente, cuando llega la noche y estoy agotado de todo el día sin hacer nada de nada, me voy a la cama más feliz que unas pascuas. Rescato el despertador y lo programo para las cinco. Aún me queda la libertad de la noche. ¡Qué gusto no tener ni una sola preocupación hasta el siguiente amanecer!