No sé si a veces peco de ingenuo,
los míos dicen que sí con la boca muy muy grande, pero el caso es que me paso todo
el día al raso esperando el portento y pasando un frío de muerte. Seguro que
era hoy, les digo afrontando sus expresiones sarcásticas, que lo tengo apuntado
en la agenda desde la conferencia y hasta subrayado con un rotulador fosforito
para que no se me pase la fecha. Pero es obvio que son más de la once y que la
profecía del nuevo estado mental universal no se ha cumplido ni por el forro:
ni yo soy telépata, ni lo son los demás. Y mi mayor vergüenza es tener que
confesarlo en voz alta, que no hay nada peor para un elegido como yo que volver
a emitir palabras articuladas ante las risas burlonas de los demás, que suenan
como espadas bien afiladas.
Me voy contrariado a la cama, todavía tratando de contactar mentalmente
con aquel conferenciante del nuevo estado mental cósmico, que tal vez haya un
hilo de esperanza hasta las doce de la medianoche. En mi cabeza, sin embargo,
solo martillea la misma voz que me acompaña desde siempre y que tan pronto me
llama idiota como me incita a relacionarme con los demás mediante mis nuevos
poderes surgidos de la iluminación universal. No responde nadie en ese universo
extraño que existe en los instantes previos al sueño y en el que naufrago
lentamente: las hojas del bosque crujen bajo mis pies, la flor de la jara lanza
un aullido amarillo al viento, los alquimistas mezclan harina de maíz con
sangre de cerdo para engendrar a la nueva humanidad, desaparecen para siempre
los diccionarios, los idiomas…
Estoy en la terraza acristalada de un edificio de más de cien plantas
observando el horizonte, buscando los signos del prodigio junto con un millón
de otros profetas. Cuando se produce el alineamiento, burbujean las nubes
viscosas, se suceden las lluvias de bilis negra, caen súbitos los rayos de la
destrucción, se sacuden los violentos terremotos que preceden al tsunami atroz
que esperamos en la cima de este rascacielos. A lo lejos brilla brevemente un
hilo de plata sobre el fondo oscuro y en consecuencia la multitud se agita,
brama, reza con alaridos extremados y nerviosos. Algunos expiran entre
extertores tan convulsos como los propios tiempos.
Una figura a caballo galopa por el horizonte. ¿Será la peste? ¿Tal vez la
muerte? Me pregunto qué jinete golpeará primero y me siento culpable por no
haber prestado más atención al estudio del Apocalipsis, que por aquellos
tiempos de estudios evangélicos yo era más bien un herejote. Y he aquí que
ahora ha llegado el tiempo del chirriar de dientes y del crujir de huesos y yo
trato de sonreír, qué frío hace, para que no se note que ignoro qué centauro
será el autor del fin de mis días en estos tiempos finales del fin del mundo.
El jinete se precipita contra la cristalera del rascacielos blandiendo
la maza del rey de bastos y la hace añicos de un golpe con la fuerza de Thor.
Noto que me mira con cierto descaro, casi con rencor, y quiero creer que puedo
leer su mente, pero todo es en vano, no hay mensaje en el buzón de entrada de
mi cerebro pre-telepático. El viento, las aguas y la sangre nos arrastran en
una sopa primordial de cemento, lavadoras y taxis, donde sufrimos una
centrifugación al cubo y nos dan para el pelo.
Me despierto molido, sin fuerzas para dar ni siquiera un aullido. Me
pregunto si durante la noche se habrá producido el prodigio y si el grito habrá
sido sordo y además efectivo. La radio anuncia fuertes heladas por todo el país
en el día en que los mayas anunciaron el fin del mundo. ¡Qué noticia tan alegre
para el 21 de diciembre de 2012! A lo mejor en esto sí que aciertan, me digo, y
decido quedarme en la cama el resto de la jornada, que si la muerte tiene que
venir que al menos me coja en mi casa, calentito, y no en una azotea con miles
de desconocidos dispuestos a jalear uno por uno todos los efectos especiales
del ingenioso autor. Uno tiene una edad y ya ha visto mucho, lo suficiente, me
convenzo en un santiamén, para no participar de extra en el desenlace de la crisis
total. No puedo ocultarlo: a cada cana llevo peor lo del frío.