martes, 27 de noviembre de 2012

Meryl Streep




   De vez en cuando me pasan cosas muy raras, rarísimas. Miren si no. Me levanto un día cualquiera y me dirijo a la cocina para tomarme un kiwi, cuando soy consciente de que no estoy en mi casa. Lo que tengo por delante es un inmenso pasillo que desemboca en unas escaleras de madera, todo lleno de fotos de gente que no conozco y de cuadros caros y muy coloristas. No tardo en darme cuenta de que estoy en una mansión de esas que acostumbro a ver en los documentales de las grandes praderas y siento horror, que yo apenas he salido de la gran ciudad cuatro veces contadas y solo para que me picaran frenéticos los mosquitos.
   Si tuviera tiempo, me pararía a pensar, a pellizcarme las carnes hasta hacerme moratones, pero no lo tengo, que hay una familia allá abajo sentada a la mesa y esperando a que aparezca para desayunar conmigo. Llevo una bata de seda de grandes flores sobre el salto de cama que no me disgusta del todo. Bajo como la protagonista de “El crepúsculo de los dioses” por la escalera, provocando risitas y grititos de admiración, que no sé si son de burla. Mi sonrisa se congela cuando paso por delante de un espejo gigantesco y yo ya no soy yo: soy esa adorable y anciana actriz conocida como Meryl Streep. De golpe y porrazo, sin advertencia previa, me he convertido en ella.
   Mientras como huevos revueltos ecológicos y me hincho a café solo para ver si despierto de la pesadilla cinematográfica, pienso en los pasos que daré para evitar que me maten, que la suplantación de actriz muy nominada a los Óscar está altamente penada por ley, más si se lleva su bata de casa y se ha dormido la noche de antes con su marido. Digo que no quiero que me pasen el teléfono ni siquiera si llama mi representante y que me quiero tomar el día libre para depilarme las piernas, pero no debo de resultar muy convincente porque todos se ríen como locos, sobre todo cuando les empiezo a mostrar los pelos. La verdad, es que no sé por qué se desternillan tanto, y decido cambiar de planes y reírme también. A ver qué me proponen estos graciosos…     
   Para cuando ya no puedo tragar más huevos revueltos ni un sorbo más de café tengo clara la agenda del día y mis múltiples obligaciones: echarles de comer a las vacas, a los cerdos y a las gallinas. Y, si me diera tiempo, recoger los huevos de ganso. Solo al final de la tarde, tengo un ratito libre para estudiar un guion sobre una espía internacional que interfiere en la conquista del mundo por parte de un clan chino. Del campo con olores nauseabundos a la gran alfombra vestida por Dior y en tan solo doce horas, qué gran plan.
   No me podía yo imaginar que Meryl Streep sudase tanto, ni que tuviera un golondrino en la axila derecha. Mucho menos aún que aguantase la peste de los establos con tanto glamour y saber estar divina. Si por mí fuera, habría mandado todo este estiércol de la gran pradera a donde ya se imaginan hace mucho tiempo, pero, claro, ahora soy la Streep y si nada lo remedia acabaré por recoger los huevos y estudiarme a la provecta matahari.
   A la hora de comer, solo me dan un sándwich de pepino y un té, que estoy muy gorda me dicen y me he inflado a huevos revueltos por la mañana. ¡Qué hambre, Dios mío! Con la de mierda que he limpiado en los cobertizos y solo me dan un asqueroso tentempié de pepino… Cuando pienso que tengo que caber en el traje de Dior para la peli, me da un coraje tal que me cargaría con una escopeta a todos los modistos de la Gran Francia.
  Obnubilada por el papel de la espía buscona entrada en años que me han ofrecido para rodar con mi admirado Harrison Ford, me quedo dormida mientras me miro la mierdecilla que se me ha quedado en las uñas de las manos desde esta mañana. Al despertar, tengo un hambre atroz, pero ya no soy Meryl Streep ni estoy en su casa: debajo de la túnica solo estoy yo, Antony Hegarty, con mi vida aburrida y exenta de glamour.

lunes, 12 de noviembre de 2012

El mar





   No me gusta el mar. Por más que mi hermana y mi psicólogo no paren de decirme que todo se me pasará en cuanto me vaya una semana a la playa y vea la vida de otra manera, no tengo ninguna gana de largarme como un proscrito al otro lado del país para ver a los de la tercera edad haciendo largos por las avenidas de palmeras, esperando como locos la hora de cenar y fingiendo que son felices. Eso por no hablar de las confesiones nocturnas en torno al ron o al vodka, cuando se quejan de la falta de atención de sus hijos y nietos, no digo que sin razón, pero demostrando al fin que la playa es como un arrumbadero de viejos donde se les empieza a olvidar en la misma vida.
   A mi psicólogo lo mismo le da, me pienso a ratos, incluso sale perdiendo porque si voy y no vuelvo pierde un cliente fiel y no están los tiempos para dejar escapar parroquianos, pero de mi hermana, la verdad, de esa sí que no me fío un pelo. Más cuando ella misma se ofrece tan amablemente para encontrarme un apartamento, que yo sé que será un asilo-fortaleza del que no podré escapar jamás, o se encarga de buscarme unos billetes baratos en un autobús de línea que seguramente será el menos revisado, el menos mantenido y el que todos los años se sale de la calzada en una autopista, se estrella contra varios vehículos que circulan de frente y se matan casi todos, yo incluido. Sería estar muerto, legalmente muerto y aún caliente, y ella se quedaría con todo lo mío, que mi hermana es el único bicho que tengo por pariente.
   En estas estoy, resistiendo su acoso:
   -Jubilado y con lo bien que estás, deberías aprovechar y marcharte una temporadita a Torrevieja, que dicen que este otoño va a ser muy suave y seco y se va a estar de muerte en la playa.  
   Y es que oigo lo de muerte, le veo la intención en los ojos y es que directamente la estrangularía con los mismos tirantes de su blusa rancia, pero trato de controlarme y hasta casi le sonrío:
   -Un otoño perfecto, sí, para disfrutar en todo el país, sobre todo en las zonas en que no hay alerta de gota fría, que según parece existe el riesgo de que fuertes temporales se lleven algunas zonas de la costa hasta Libia y de que sus habitantes sean pasto involuntario de los tiburones. Tú dirás lo que quieras, pero para vivir con el miedo en el cuerpo, viendo llover como en un estropicio mayor que el diluvio y acabar hinchado de agua salada como los malos marinos, mejor me quedo en Madrid y paseando por el Retiro, que tiene menos peligro, al menos de día.
   Hemos llegado a un punto en que no solo no nos convencemos de nada mutuamente sino que no nos soportamos lo más mínimo. Cuando ella se da cuenta de que no va a conseguir pasaportarme a setecientos kilómetros para librarse de mí, comienza a perorar que más me vale espabilarme y vivir un poco, que ya tengo una edad, mucha, mucha, y que en tardando nada me tendrá que cuidar una boliviana, porque ella no piensa encargarse de un bobo tan terco como yo, ni tiene la menor intención de limpiarme el culo.
   Y yo también me siento cansado de aguantarla, vale que yo tenga casi ochenta años pero es que solo le paso dos, o sea que lo mismo es ella la que se queda completamente inútil y necesita las atenciones de la boliviana para sus necesidades diarias, porque a mí ni se me ocurre cargar con ella, que es un saco de intenciones dobles y claras manipulaciones. Ni el santo Job cargaría con ella.
   Y me quedo pensando, como ido, en que no me gusta el otoño, no me gusta mi hermana, no me gustan los psicólogos que me quieren cambiar el paso, no me gusta tener ochenta años, ni las cuidadoras bolivianas, no me gustan los autobuses baratos, no me gustan las mudanzas, no me gusta la muerte, no me gusta el mar…