¡Qué bien se está de vacaciones! Me he venido a este pueblecito de la
costa del Egeo, sin decirle una palabra a nadie, para perderme de todos los
míos al menos por quince días. No fue muy difícil organizarlo: contraté el
alquiler de un módico apartamento con vistas al mar, me busqué un billete de
avión de bajo coste unos meses antes y mantuve la boca cerrada al respecto con
todos los que se interesaban por mi destino estival.
-Seguramente me quedaré en casa, que con la crisis está la cosa muy
cruda…
Lo más difícil fue no contar nada en casa, pero tomada la decisión era
muy difícil deshacer el entuerto sin que hubiera víctimas directas (mi mujer y
yo) o indirectas (mis hijos, mis suegros, mi madre…). Yo a todos les ponía cara
de no interesarme por nada más allá del trabajo y supe al fin que la estrategia
estaba saliendo bien cuando le oí decir a mi mujer, muy bajito, a mi hijo:
-Tu padre hace tiempo que ha entrado en crisis: se siente mayor y no
soporta que la vida y el tiempo se lo lleven por delante, así que se ha
refugiado en el trabajo para no pensar y en el silencio para no reconocer su
decadencia. Tenemos que admitir que se parece cada vez más a un cartujo. Me da
una pena…
No me importó. Si me hubiera enfadado, habría reconocido que todavía
tenía mis sentimientos y habría traicionado el plan que metódicamente había
trazado; en cambio, la indiferencia, la aparente indiferencia por lo que no
debía haber oído, me daba el supremo poder de dejarlos vivir en el error hasta
que ya no pudieran subsanarlo. Me sentí un poco más feliz.
Pese a todo, una noche estuvo a punto de producirse la catástrofe: mi
mujer me abrazó en la cama y, bien arrimadita a mí, me propuso que nos fuéramos
juntos de vacaciones los dos solos, como cuando éramos jóvenes. Por poco se me
sale el corazón por la boca de lo nervioso que me puse, pero tuve recursos
suficientes para posponer el viaje tan romántico que me proponía para la
Navidad y aun para convencerla de que, teniendo yo tanto trabajo, lo mejor es
que se fuera ella con la familia al pueblo, o a la isla de El Hierro, o a la
Costa Blanca, que yo me quedaba de Rodríguez y tan contento. Fue una jugada
maestra, de un plumazo me los quitaba de encima a todos y, además, quedaba
hasta bien.
En julio los vi partir hacia la playa y, aunque me ponían cara de pena y
se lamentaban porque me tuviera que quedar en la ciudad a sufrir el rigor del
calor de la meseta, en el fondo les daba lo mismo y seguro que se habían
olvidado de mí en cuanto recorrieron tres kilómetros de carretera. De hecho, no
me llamaron hasta cinco días después, y para entonces yo ya me había
acostumbrado a emborracharme por las tardes sin testigos incómodos. No les cogí
el teléfono, faltaría más, pero hice al menos el esfuerzo de oír el mensaje de
voz, no fuera a ser urgente el motivo de la llamada.
Al poco de la liberación familiar, llegó el momento de emprender mis
soñadas vacaciones en el Egeo. Preparada la maleta para la vida padre, no dejé
información alguna sobre mi destino (no fueran a molestarme por cualquier
cosita) y decidí no llevar conmigo el teléfono móvil (para evitar llamadas
perturbadoras), aunque esto último me causó una guerra intestina que acabó
ganando mi visión estratégica de la existencia.
Llevo una semana de vacaciones y estoy en la gloria. Nadie me llama,
nadie me molesta, nadie se empeña en hablar conmigo, nadie me pide nada… Por la
mañana me levanto tarde y antes de comer me doy un chapuzón en la playa. Me
tomo un pescadito para comer y luego duermo un poco de siesta. Tras una duchita
y ropa limpia y fresca, me voy a vivir la noche del Egeo, con mi copita en la
mano y la sonrisa en la cara. No vean si soy feliz. Y les aseguro que ni
siquiera me importa que mi mujer piense que soy viejo y vivo en la decadencia,
porque he recuperado en siete días el brío de la juventud. Lo que no sé es si
acabaré por volver a casa o me quedaré aquí para siempre. Seguro que, si no
vuelvo, no me echan de menos…