lunes, 25 de junio de 2012

El regalo

 
  La historia me resulta aún muy confusa y no sé si seré capaz de contarla bien, o al menos lograr que se entienda un poco y puedan comprender siquiera mi perplejidad. A las trece treinta del día de autos, llegué al chalet de mi contacto para una comida de negocios de lo más trivial: debía durar una hora aproximadamente, el vino tenía que ser excelente, y el trato rápido y claro. Nada fuera de lo habitual, un simple negocio. 
   Me recibió una criada, tengo que reconocer que de raza negra, lo que me chocó poderosamente, más cuando resultó que hablaba un castellano correcto, y me invitó a pasar a una salita muy luminosa con vistas a la piscina. “En seguida vienen”, me dijo, “no se olvide de apagar el móvil, en esta casa apenas si soportan un simple golpe de tos.” Y se marchó con un plumero en la mano y la cofia blanca sobre el cráneo, dejándome en la duda de si realmente tendría que apagar el móvil, algo que yo no hacía desde que desarrollé esta adicción a mirar la pantalla tres veces por minuto, incluso por la noche.
   En esas estaba cuando se abrió la puerta y entró una señora elegante y esbelta, que se dirigió a mí con la más amplia de las sonrisas. “Me alegro tanto de que ya estés aquí”, exclamó, “me permitirás que te sirva una copa y que te pregunte algunas cosillas que me inquietan”. Antes de que me diera cuenta, ya tenía un güisqui on the rocks y a la dama sentada a mi lado; lo que más me sorprendió fue que me puso la mano derecha en la pierna izquierda y continuó sonriéndome mientras yo daba cuenta nerviosamente del contenido del vaso.
   -Supongo que será usted de fiar, claro, porque, si no, es inútil que trate de relacionarse con nosotros.  Mi madre ya se equivocó en mi caso y permitió que me casara con un hombre ambicioso, de buena familia y posición, que sin embargo no ha sido capaz de hacerme feliz ni una sola noche. Lo que tengo sufrido por ello no es para contarlo. Daría para una telenovela, claro, pero yo soy una dama y tengo que mantener un status, una posición. Sé callar. Y usted, ¿bien?
   Yo no siempre soy tan lerdo, la verdad, que he destacado en más de una ocasión con mi fabulosa capacidad de improvisar en las situaciones más absurdas, pero, en aquélla con aquélla en mi pierna, fue como si me hubiera entrompado con el güisqui y apenas si pude farfullar seis palabras:
   -Nunca se me ha quejado nadie.
   Aquella sonrisa creció aún más, a la vez que la mano apretaba mi pierna y yo sentía que estaba quedando en evidencia contra mi voluntad. Mi cuerpo iba por un sitio y mi mente por otra. Cuando un minuto más tarde estaba en el suelo de la salita con vistas a la piscina, desnudo de tronco para abajo y con la elegante dama sacudiéndose como una posesa sobre mi pobre cuerpo, se abrió de repente la puerta y entró una adolescente de apenas dieciocho años, que se puso a gritar como una loca en cuanto nos vio.
   -Hija, no escandalices, que no es para tanto. No creo que te convenga gritar por tan poca cosa. 
   Con la chica como paralizada por el rayo y una sangre fría que helaba el ambiente, se subió las medias y llamó al servicio, que vino de inmediato. La negra me miró con desconfianza, seguramente porque tenía los pantalones a media pierna y seguía tumbado en el suelo.
  -Acompañe al señor a la salida, que ya se marcha y no piensa volver.
  Me puse en pie, me arreglé la ropa lo mejor que pude en tales circunstancias y me dejé llevar hasta la salida, en donde la criada me entregó un sobre lacrado antes de dejarme ir. Lo abrí en el coche, incluso sin salir de la finca, y para mi sorpresa allí había cien mil euros en efectivo y unos cientos de acciones de Bankia. Y cómo no sabía qué hacer con ellos, me los quedé, así, sin más. Les juro que es cierto, eso fue todo lo que pasó.

miércoles, 6 de junio de 2012

Por Boston con un radiador de aceite y un bocadillo de mortadela


He tenido un indio sioux
durmiendo en el jardín de mi casa,
durante más de un década.

Vino un día cualquiera,
al terminar la jornada en una obra del centro de la city,
y se quedó sin oposición con la caseta del perro.
Las autoridades me obligaron a empadronarlo en mi hogar,
como si fuera uno más de mi familia,
y lo sumé a mi declaración de Hacienda,
y a los partidos de los Celtics,
bebida fría y perritos calientes.

A los vecinos no les gustaba su aspecto
y se quejaban, sobre todo, porque andaba mucho de noche,
sigiloso como gato de callejón.
Y lo mismo aparecía inesperadamente entre el ramaje,
que ocupaba por sorpresa cualquier cuarto de baño.
“Estar desocupado” les decía; “Tú no usar ahora,
indio tener ganas.” Y tomaba una cerveza de la Westinghouse
y se iba a mirar las estrellas desde los bajos del sauce.

Como era inteligente,
tenía cada día más tiempo libre.
Se pasaba las tardes de marzo cultivando el jardín,
abonando para la floración de los narcisos,
escardando las malas hierbas en busca de limacos,
siempre con su rastrillo y su azada.

Desde hace diez años
no roban en mi barrio.

Se rumorea que el sioux imponía una ley no escrita,
que defendía el jardín y los alrededores
como si todo fuera suyo,
que era verdaderamente feroz con los amigos de lo ajeno.

Tan bien se comportaba con los nuestros
que los niños del barrio lo habían adoptado como propio
y hablaban todo el tiempo con infinitivos.

Pero hoy no lo encontramos. Son las doce de la noche
y el jardín parece vacío sin sus ojos de lechuza.
Tal vez se hay puesto enfermo, de manera imprevista,
y no nos ha podido avisar de su ausencia.
En los hospitales no está.

Y esta noche, qué insólito,
no ha habido crímenes en Boston.

De casa solo nos falta un radiador de aceite
y el bocadillo de mortadela de mi hija pequeña.
Tal vez con estos datos puedan encontrarlo.
Es que le echamos de menos,
no sabe cuánto,
señor agente.
Y para ustedes consta que es de mi familia.
Avísenos en cuanto lo encuentren,
que mañana tenemos timba de póker
y luego juegan los Celtics contra Cleveland.



V Premio Internacional de Poesía “Jaime Gil de Biedma y Alba”
(Nava de la Asunción 2008)