domingo, 20 de mayo de 2012

Pescado carnal


   Me telefonean de una empresa japonesa con negocios en España para una entrevista de trabajo y me preguntan si me interesaría uno discontinuo entre el país nipón y Madrid, bien remunerado y con dietas de viaje y transporte. Con la que está cayendo, me pregunto si no me estarán tomando el pelo al cero, pero por si fuera verdad afirmo categórico que eso es lo mío y me pongo a su disposición inmediata. 

   La primera entrevista es al día siguiente. Me la hace en un tono informal una secretaria muy joven vestida con una especie de uniforme de marinero y con coletas, que no para de chupar un lapicero y que solo me habla en inglés. Menos mal que me apaño con facilidad en la lengua de Shakespeare y no desdigo el nivel de inglés excelente que cuento en mi currículum vítae, si bien hoy debo parecer un poco lerdo, impresionado como estoy por la secretaria, que me recuerda por un lado a una prima asiática de Lolita y por el otro a una novia ninfómana que tuve cuando era joven y casi virgen, pero, claro, la japonesa me resulta mucho más exótica y perturbadora.

   Cuando ya creía que no había superado la primera fase por mis miradas concupiscentes a la secretaria marina, hete aquí que me convocan de nuevo los empresarios japoneses para una segunda entrevista, según dicen para conocer mi capacidad de inmersión en la cultura japonesa. Me citan para una hora rara: a las nueve de la noche del sábado en los locales de la empresa. Me recalcan muchas veces que debo vestir con la formalidad que se espera de un occidental cosmopolita y comportarme como tal. 

   En los tres días que tengo para preparar el evento, le pido un traje a mi padre, a mi madre que me lo arregle porque me va un pelín grande y me paso las tardes leyendo historias de samuráis, de doncellas que tocan el koto bajo las ramas de los cerezos en flor y de viejas geishas orgullosas de practicar con sentido estético el oficio más viejo del mundo. Me da tiempo de ver en vídeo una de Akira Kurosawa y un viejo episodio de Mazinger Z, y con la cabeza llena de pensamientos bélicos paso la última de mis tardes bebiendo y cantando en un karaoke, que parece que es lo más en Osaka.

   Llegada la gran noche, de la que puede depender que deje de ser un parado más en un país casi muerto para elevarme a la categoría de trabajador más que mileurista al servicio del país de la tecnología por excelencia, me llevo una decepción: hay otros dos candidatos para el puesto. Y uno de ellos me lleva una clara ventaja, porque sabe japonés y habla de Kobe como si hubiera estado allí incluso antes del terremoto. A su lado, yo tengo una cara de paleto de los del cine español con mi nariz decantadamente occidental y mis ojos abiertos como platos.

   El jefe nos recibe cordialmente, dándonos la mano y haciéndonos las consabidas reverencias, y nos invita a pasar a una sala donde podremos cenar. Hay una especie de geisha tocando un extraño instrumento de cuerda bajo una columna de granito y, encima de la mesa, figura la secretaria del uniforme,  ahora desnuda, extendida todo lo corta que es como un mantel y cubierta de pescado crudo y algas desde el pecho al bajo vientre. Tomamos asiento reverentemente los cuatro, como si eso fuera lo más normal del mundo, y a partir de ahí el tiempo lo pasamos cogiendo pedacitos de pescado con los palillos y masticando despacio, pero sin hablar nada. Yo sin dejar de mirar los pezones de la secretaria. El japonés, muy silencioso. Y los otros cuatro, cada uno a lo suyo. Yo no hubiera sabido qué decir si me hubieran preguntado algo, y ahora mismo tampoco, porque esa fue la última noche que los vi a todos juntos: llegué a casa completamente borracho, tuve sueños húmedos con la presencia de las dos niponas y el instrumento de viento, y ya nunca más me llamaron para el trabajo.

domingo, 6 de mayo de 2012

Prometeo desencadenado


   Hoy es el primer día en el que me dejan salir de casa, solo, para un paseo breve. No más allá de tres manzanas, en las que me tengo que relacionar con al menos tres personas, de manera normal. El primero, el conductor del autobús; le pago el euro con veinte del billete y me siento a mitad del vehículo, junto a la ventanilla, viendo pasar los árboles de la avenida y las gentes que entran y salen de las tiendas, libres. Voy detrás de un hombre joven, con la cabeza rapada. Hay algo obsceno en esa piel lisa, tersa y brillante, algo que me perturba y me llama poderosamente la atención, hasta el punto de no poder dejar de mirarla. No es excesivamente grande y tiene una forma que se acerca más al ovoide del huevo que a la pelota esférica, con extrañas protuberancias, sobre todo en la parte de atrás. El individuo no es del todo calvo; se puede advertir en los laterales y en la parte posterior que unos incipientes pelillos le salen tímidamente, como pequeños soldaditos en sus trincheras. Me hubiera gustado saludar al calvo, pero me aterra que me mire mal, así que me bajo del bus sin volverme a mirar por última vez ese cráneo desnudo e impúdico. 

   Ahora mis pasos me llevan hasta la cafetería de la plaza, donde trabajé hace ya años. La camarera se acerca a mi mesa, con pasos decididos y una sonrisa amplia, aunque no me conoce de nada. Le pido un café con leche y una napolitana de crema, que cuesta dos euros con veinte según reza el anuncio de desayunos. Me ofrece el zumo de naranja, pero no me apetece y le digo que no, no sin antes darme cuenta de que es bastante bonita, tiene la cabeza no demasiado grande y que parece lista. Hoy no me he atrevido a sonreírle, pero mañana regresaré a la misma hora y trataré de seducirla con una mirada limpia y un semblante alegre. Seguro que le gusto. El local está semivacío pero a mí no me importa, y mientras le doy vueltas al café con leche observo a los clientes, todos con pinta de oficinistas y con cabezas de tamaño medio; ninguno tiene un cráneo demasiado enorme, me digo, como tiene que ser, me confío. 

   El regreso resulta aún más fácil que el viaje de ida. El conductor se queda con el resto de las monedas, contadas y recontadas, que llevaba para la excursión. Por uno veinte me deja subir, me da el billete y yo le sonrío, porque tiene una mirada que me produce confianza, suave y contenida. A la vuelta procuro no mirar a la gente, que el cielo está muy azul y el aire huele a primavera; trato de no fijarme en las pocas personas que viajan conmigo, pero de vez en cuando echo unas ojeadas rápidas, lo suficiente para comprobar que son personas normales, de complexión normal, con su cabeza proporcionada y actitudes serenas. Un avión de reacción cruza sobre mi cabeza dejando una estela que poco a poco se va diluyendo en el azul. Me gustaría tanto volar…

   Mañana volveré a desayunar al viejo local de la plaza y trataré de sonreír a los conductores del autobús y a la camarera, y haré un poco de compra en la frutería de la esquina. La vida es fácil, parece sencilla, y nada me perturba ya, a no ser que sea yo mismo, anclado al suelo pero con unas enormes ansias de volar alto, cada vez más ligero y más alto.