martes, 27 de marzo de 2012

El dolor de cabeza



   Me levanto por la mañana desfondado, como si el día anterior hubiera hecho miles de abdominales antes de correr un maratón y medio. Medio arrastrándome por el pasillo, obligándome a dar un paso tras otro hacia la cocina para prepararme un café bien cargado que me redima de la falta de energía y del miedo a no poder salir de casa, valoro lo costoso que es estar vivo y lo difícil, como dijera aquel, que es morirse. Si pudiera sumar todos los días en que he necesitado una fuerza sobrehumana para levantarme del lecho y afrontar sin ganas un día más en el mundo, seguramente el total me haría derrumbarme de golpe. Pero lo bueno, o lo malo según se mire, es que se vive de día en día, uno por uno, y el total no acaba de sumar nunca un fracaso completo. Así que siempre hay un motivo para no arrojar definitivamente la toalla, una razón, por instintiva que sea, que obliga a continuar ciegamente.
   Lo malo de hoy es que, para variar, me duele mucho, muchísimo, la cabeza. Repaso el día anterior: no bebí alcohol, no comí en exceso, no me drogué (solo consumí las doce pastillas recetadas por el médico), no me acosté tarde… Vamos, que no tengo motivo alguno para que me martillee así la cabeza, con ese punzamiento inmisericorde en la sien derecha y que parece percutir un poco más profundamente de lo habitual.
   Si me tomo el café y no se me pasa, pienso, tendré que ir a ver al doctor. ¡Con lo lejos que está…! Siento un ataque de pánico, mientras calculo el recorrido desde mi domicilio hasta la consulta, ida y vuelta, y el tiempo espantoso en que tendré que estar aguardando en la sala de espera con gente enferma, portadora de toda clase de bichos, tosiendo y mirándome de reojo, mirándome mal.
-¡Qué angustia de vida!- me digo en voz alta mientras me tomo la tensión y dejo que se deshaga en mi boca, bajo la lengua, un paracetamol de 650 miligramos.
   Después de una hora sentado a oscuras en mi sillón preferido, parece que el dolor ha cedido un poco, al menos lo siento más lejano, bastante más sordo. Pero no me alegro, aún no, pues otras veces, nada más ponerme de pie, me ha dado un latigazo repentino y he tenido que volver a sentarme para no levantarme ya en el resto de la jornada. Es un verdugo cruel y yo su víctima propiciatoria. Tomo aire profundamente, procuro relajarme y, tensando de repente los músculos de las piernas, me pongo en pie enérgicamente, como cuando era joven y no había que pensar en cómo se hacía un simple movimiento.
   Ya de pie, con la situación aparentemente controlada, me detengo por un momento para escuchar el ritmo de mi respiración, el pulso de mis latidos, el estado de mi cráneo... Todo parece ir bien. Tengo la energía que me ha dado el café y la serenidad que me ha procurado el paracetamol, lo suficiente para pensar en salir de casa, pasar un rato en el parque al sol y volver a la hora de comer para tomar la ensalada, la fruta y las pastillas.
   -Tendrías que ir al médico y contarle que te ha vuelto a doler la cabeza- me aconsejo a mí mismo mientras me pongo los zapatos y me dispongo a salir.
   -Tendrías que ir, sí, si no estuviera tan lejos, si no hubiera que esperar tanto y si no te dijera siempre que te encuentra perfectamente, que no hay motivo para que te duela la cabeza y que cultives la felicidad, que el corazón contento hace al hombre longevo y satisfecho. Como si no supieras tú que felicidad no tienes, que te cuesta mucho seguir viviendo y que los días sin dolor son cada vez más raros, que algo no anda bien ahí en tu cerebro y que te sientes carcomido por dentro, como si un millón de termitas te hubiera infestado el cráneo.
   -Pero si vas hoy, tal vez puedan adelantarte el escáner. Seis meses más de espera son muchos, y más en estas condiciones…
   -Seguramente. Todas las veces que lo has solicitado, te ha sonreído y te ha dicho que no podía ser, que lo sentía tanto. Mejor te vas al sol un rato y te pones a rezar para que el dolor no vuelva. Tal vez si lo deseas mucho…

viernes, 16 de marzo de 2012

Rueda de la fortuna




1

Dijo la costurera:

“Tendré catorce hijos,
jamás estaré sola”.

Los sobrevivió a todos.

Nadie asistió a su entierro.


2

Quiso el primer ministro
usurpar la corona:

esquinado intrigó
contra todos los nobles.

Los hijos de su esposa
fueron reyes;

los suyos,

no.



3

Con sus faldas de hierro,
la dama acuchillaba
el césped de Inglaterra.

Poco riego en la testa,
mucha sangre en los bajos.

Algunos hombres cresos
devinieron en pobres,

y ningún hombre eximio
mejoró su peculio.

La dama sonreía
prosperando en la danza.


4

Tazas de chocolate,
pastelillos de nata,

de merienda en merienda

el deán de Toledo
engendró varios hijos.

Sin la gracia divina,

los mandó al orfanato
para que no vivieran.

Se comieron al preste,
a las monjitas,
al alcalde,
al rey,
y a las rameras.

El apetito
lo heredaron del padre.

Lo devoraron.


5

El ebanista hizo
un ataúd de haya
para su esposa.

Cuando estuvo acabado,
lo celebró con vino:

“Porque pronto lo estrene
la bruja mala”.

Pedido y otorgado:

con el último sorbo
se ahogó en su vómito.


6

A los dieciséis años
la echó su padre
por vender en la noche
su carne blanca.

Tuvo amigos famosos,

se casó con un príncipe,

no le faltó de nada:

tuvo corona,
honor y doctorado,
esquelas en los medios,
canciones populares,
aniversarios…

Lástima que jamás
aprendiera a leer.

Mas,
¿se perdió algo?


7

Desde el lejano Oriente
se trajo el mercader
mil gusanos de seda.

Aún no tenía el hilo
y ya había aceptado
encargos de la corte.

Serían su fortuna.

Durante cinco años
ni durmió por la noche,
ni durmió por el día.

Cuando la reina
le despreció su seda,
tenía en sus moreras
un millón de gusanos.

Hilo no le faltó
para colgarse.


XXIV Concurso de Poesía “Poeta Pastor Aicart”
(Beneixama 2009)

viernes, 9 de marzo de 2012

Bajo la pérgola

 


Sentados una noche más
bajo la pérgola,
hasta nosotros llegan los ecos
de la vida de otros:
voces apasionadas
(de ira o de deseo),
fragmentos inconexos
de series de humor, telebasura,
noticiarios frenéticos y violentos.

Se apagan en el horizonte
las últimas luces del estío
y el aire de la noche incipiente
huele a jazmines y quimeras.

Sentados una noche más
bajo la pérgola,
en el silencio cómplice
de este amor que es costumbre:
tú, con tus gafas de alambre,
leyendo tu novela,
y yo mirándote como a un retrato
de virgen renacentista.

Ladran los perros a la luna,
embravecidos por el calor
de la presencia de sus amos.
Los grillos chirrían sus estridencias
a las luciérnagas del pozo.

Y yo soy tu sombra en esta noche de junio,
una presencia que vigila el acecho del tiempo
a tus espaldas, por el amor que te ofrendé
cuando de jóvenes -hace ya tanto tiempo-
te amaba con palabras.

Y es que el amor comienza con palabras
-promesas, secretos, proposiciones y deseos-,
y termina, si se alcanza el cenit sin fracaso,

en el silencio cómplice del profundo secreto
de la vida: y mientras tanto,
la vida es una fiesta de semillas,
de brotes y de yemas, en el abril
del fuego y de la guerra.

Sentados una noche más
bajo la pérgola,
tú y yo bajo la noche,
no tenemos más para decirnos
que la caricia de los ojos
en los ojos.

¿Somos dos o somos uno?
¿Nos duplica el espejo de la noche
estival o nos engaña?

Resulta extraña la vida:
el dolor de los huesos resulta insoportable
para ir con soltura a cualquier sitio,
ahora que sabemos qué queremos
y no tenemos dudas sobre nuestro destino.
Y ahora que sabemos que el amor es reposo,
y que es la única excepción
a la ley de la entropía,
lo más importante en el conocimiento
de nuestro valor humano,
¡qué sinsabor delicioso no tener que decirlo,
porque tus ojos saben lo que mi boca calla!

La brisa agita los álamos y alerces,
y el río se remansa.
Sentados una noche más
bajo la pérgola,
amándonos en silencio.

domingo, 4 de marzo de 2012

La hipoteca

 


   De mi chalé adosado en la sierra madrileña, lo que más me pesa es la hipoteca, a todas luces indigesta, y la reunión ritual que tiene lugar en el salón, cada noche, a las tres de la mañana. Procuro no asistir, para lo que me dopo convenientemente con un lexatin de tres miligramos y, generalmente, duermo a pierna suelta, como un bendito; por la mañana, recojo los vasos y las botellas, limpio por encima para que no sospeche la asistenta y ventilo el humo denso de los habanos.

    El problema se produce cuando me arde el estómago, me desvelan las preocupaciones vitales y me aflige la falta de intimidad. Entonces oigo las voces en el salón, el tintineo de los hielos en los cubatas y las risas cómplices, y no puedo resistirme a sumarme a la fiesta rutinaria. Abandono el lecho, me sirvo un ron mientras enciendo un pitillo y charlo, charlo como un hombre ilusionado, el resto de la noche, con los fantasmas de mis padres, de mi mujer, de mis hijos, que vienen del reino de las sombras, según dicen, para que no me sienta solo en las horas nocturnas.